Autor: Jorge Humberto Peláez S.J.
Lecturas:
- Profeta Isaías 63, 16b-17. 19b; 64, 2b-7
- I Carta de san Pablo a los Corintios 1, 3-9
- Marcos 13, 33-37
Este I domingo de Adviento es el comienzo de la temporada navideña. Ciertamente, desde hace varias semanas los centros comerciales decoraron sus instalaciones con los símbolos propios de esta época. Tienen la esperanza de recuperarse parcialmente de las enormes pérdidas que han tenido este año por la parálisis de la economía.
Sin duda, la Navidad de este año será diferente por razones obvias. La trasmisión del Covid-19 alcanza cifras alarmantes; y la única forma de protegernos es manejando con gran cuidado las relaciones sociales. Por eso la Novena de Navidad tendrá que celebrarse en la intimidad del núcleo familiar. Sería lamentable que, por el comportamiento descuidado e irresponsable, esta fiesta de la vida y dela familia se convirtiera en escenario de enfermedad y muerte. ¡Todo depende de nosotros! Aunque nos sentimos cansados y aburridos por tantos meses de aislamiento, no podemos bajar la guardia.
Quiero invitarlos a vivir esta Navidad de una manera más íntima y austera. Démosle una impronta de solidaridad. Para muchos hermanos nuestros, esta Navidad será muy triste porque perdieron a alguno de sus seres queridos y no pudieron elaborar adecuadamente el duelo por todas las restricciones que hay; otros se quedaron sin empleo y están viviendo en unas condiciones muy precarias. Pensemos en ellos. Compartamos.
El texto del evangelista Marcos nos da el tono apropiado de este tiempo litúrgico: “Cuidado, permanezcan despiertos, porque no saben cuándo se cumplirá el último plazo”. El Adviento es tiempo de espera. Nos preparamos para celebrar un acontecimiento que cambió la historia espiritual de la humanidad. El Hijo Eterno del Padre asumió nuestra condición humana. Como cada año celebramos la Navidad, nos hemos connaturalizado con el misterio de la Encarnación. No caigamos en la rutina.
Dejémonos sorprender por esta iniciativa del amor infinito de Dios, que viene a nuestro encuentro. En Jesucristo se supera el abismo infinito que separa al Creador de las creaturas. El Hijo Eterno se despoja de los atributos de la divinidad. Este Niño indefenso nos descubre el misterio de Dios: gracias a su encarnación, pasión, muerte y resurrección, podemos llamar Padre (Abbá) a Dios, quien nos hace partícipes dela vida divina.
Por eso la liturgia nos invita a prepararnos y permanecer vigilantes. Dispongamos nuestro interior para acoger amorosamente este regalo que cambió nuestra suerte.
El versículo que recitamos en el Salmo responsorial suena muy atrevido, pero es la verdad. “Muéstranos, Señor, tu rostro, y nos salvaremos”. ¿Quiénes somos nosotros, seres insignificantes, para pretender ver el rostro de Dios? Es una petición que va contra toda lógica: nosotros, que somos más pequeños que un grano de arena en este universo en expansión, ¿de dónde sacamos esta idea tan extravagante y atrevida?
La respuesta nos la da Jesucristo: “Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre”. Precisamente, la misión de Jesús es ser Revelador del Padre; es la Palabra Eterna que se hace presente en la historia para que podamos conocer el designio amoroso de Dios y nos muestra el camino hacia la plenitud del Ser y del Amor. Por eso los villancicos navideños expresan, de manera sencilla y emotiva, esta profunda verdad teológica: Ven a nuestras almas, ven, no tardes tanto.
El texto de Marcos nos describe el clima espiritual del Adviento. El Salmo responsorial expresa una oración de petición que es grito de esperanza. Y el relato del profeta Isaías expresa la condición humana; a pesar de los infinitos beneficios que hemos recibido de Dios, una y otra vez le damos la espalda; dice el profeta: “¿Por qué, ¿Señor, dejas que nos desviemos de tus caminos y endureces nuestro corazón para que no te respetemos? Vuelve por amor a tus siervos, a las tribus que son tu propiedad ¡Ojalá rasgaras el cielo y bajaras, como cuando bajaste estremeciendo las montañas!”.
A propósito de estas palabras de Isaías, conviene recordar que no es Dios el responsable de que nos desviemos del camino y que tengamos duro el corazón; la responsabilidad recae en la libertad humana; somos nosotros los que decidimos dar la espalda a Dios para dedicarnos a nuestros pequeños intereses egoístas; somos nosotros los responsables de endurecer el corazón por el afán de dinero y de poder.
Definitivamente, los seres humanos somos tercos y no aprendemos las lecciones. El siglo XX fue testigo de dos guerras mundiales, vio el holocausto del pueblo judío y la explosión de dos bombas atómicas. Y los líderes de los países siguen con sus bravuconadas, aceleran la carrera armamentista y socavan la credibilidad de los organismos internacionales, precisamente diseñados para conservar la paz y encontrar herramientas civilizadas para la solución delos conflictos.
En esta Navidad detengámonos a contemplar el pesebre. ¿Qué valores inspira la Sagrada Familia? ¿Qué nos dice ese Niño indefenso, que es el Hijo Eterno del Padre que se ha encarnado por amor a nosotros? ¿Qué estilo de vida nos plantea este paisaje simple de pastores y ovejas en minutara? Bajemos el tono consumista y dejémonos transformar por ese mensaje de amor, solidaridad y sencillez que resuena en Belén. ¡Ven, ¡Señor, y no tardes tanto!
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