Autor: Jorge Humberto Peláez S.J.
Lecturas:
- Profeta Isaías 56, 1. 6-7
- Carta de san Pablo a los Romanos 11, 13-15. 29-32
- Mateo 15, 21-28
La Constitución Colombiana de 1991 consagró el derecho de tutela, que es un procedimiento preferente y sumario, mediante el cual los ciudadanos pueden exigir la protección de sus derechos constitucionales fundamentales, cuando crean que éstos han sido vulnerados o están amenazados.
Ciertamente, fue un avance importante en la defensa y protección delos derechos humanos. En su concepción original, era un recurso extraordinario, pero se ha convertido en la ruta normal para exigir y reclamar. Cualquier inconformidad se manifiesta vía tutela. Esto ha modificado sustancialmente las relaciones profesor-estudiante, médico-paciente y las relaciones entre vecinos. A partir de 1991, nos hemos acostumbrado a hablar en tono de exigencia, de reclamo. Esto no es bueno. Hemos perdido la confianza y hemos asumido actitudes defensivas.
Pero, ¿qué tiene que ver el derecho de tutela y las lecturas de este domingo? Al leer algunos textos del Antiguo Testamento, descubrimos que sectores particulares del pueblo de Israel se sentían con derecho de posesión sobre la alianza, y los únicos que podían acceder a la misericordia de Dios. Algo semejante se vivió en los orígenes de la Iglesia por las tensiones entre los bautizados provenientes del judaísmo y los provenientes de los pueblos gentiles.
Los invito, entonces, a interrogarnos si la gracia de Dios es un bien que podemos exigir en razón de nuestros méritos; preguntémonos cuál es el tono adecuado para expresar nuestras peticiones a Dios. Dejémonos llevar por las lecturas de este domingo, que nos permitirán comprender mejor el talante de nuestra relación con Dios, que es totalmente diferente de las relaciones entre los ciudadanos y el Estado con unos derechos que deben ser tutelados.
Como punto de partida, recordemos la alianza establecida por Yahvé con Abrahán y sus descendientes, cuya columna vertebral era la afirmación: “Yo seré tu Dios y tú serás mi pueblo”. Así comenzó la auto-manifestación de Dios en la historia concreta de un pueblo, que alcanza su plenitud en Jesucristo, revelador del Padre. La historia de esta alianza fue muy accidentada, pues el pueblo fue infiel a los mandatos del Señor y adoró a divinidades extranjeras. Llegaron a creer que la observancia de los innumerables preceptos que se fueron añadiendo a sus ritos y tradiciones, les daba derecho a las bendiciones de Yahvé. Para los patriarcas, la alianza fue un regalo de Dios; sus descendientes creyeron que les pertenecía en exclusividad y se olvidaron de la fidelidad.
En el texto del profeta Isaías que acabamos de escuchar, se afirma la universalidad del mensaje de salvación: “Yo conduciré hasta mi monte santo, para llenarlos de alegría en mi casa de oración, a los extranjeros que se adhieran a mí, para servirme por amor y con el deseo de ser mis servidores”. A los contemporáneos de Isaías no debió gustar esta apertura del profeta. El mensaje de salvación no pertenece a una cultura particular; no es para un círculo cerrado de iniciados; es un llamado universal. Las puertas de la Casa de nuestro Padre común están abiertas para todos aquellos que respondan a su llamado.
El Salmo 66, que hace parte de la liturgia de este domingo, reafirma la universalidad del mensaje de salvación: “¡Oh Dios!, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. Que Dios nos bendiga, que le teman hasta los confines del orbe”.
La fe no es un derecho que nos pertenece por hacer parte de una cultura determinada. La gracia de Dios no es algo que nos ganamos con nuestros esfuerzos y para la cual hacemos méritos. Todo es don. Es un regalo precioso que llevamos en una vasija muy frágil.
La Iglesia debe ser presencia del amor misericordioso de Jesucristo. Sus puertas deben permanecer abiertas para todos los que quieran entrar. No levantemos muros, no establezcamos filtros, no nos inventemos pre-rrequisitos.
Avancemos en nuestra meditación dominical y preguntémonos por el significado del encuentro de Jesús con esta mujer cananea. Ciertamente, los destinatarios principales del mensaje de Jesús fueron los judíos; Jesús lo reafirma en este encuentro: “Yo he sido enviado solamente para las ovejas perdidas del pueblo de Israel”. Pero en sus recorridos por Tierra Santa, se acercaron a escucharlo otras personas ajenas al pueblo de Israel, que se sintieron tocadas por su palabra y se abrieron a la gracia.
Cuando leemos el texto del diálogo entre Jesús y esta mujer, quedamos impactados por la brusquedad de las palabras de Jesús: “No está bien quitarles el pan a los hijos y dárselo a los perros”. De esta manera pone a prueba las verdaderas intenciones de esta mujer. ¿Qué buscaba al acercarse a Jesús? ¿La movía la curiosidad? ¿Esperaba un acto de magia, como era frecuente entre los paganos? Su petición nos conmueve. Confía totalmente en Jesús: “¡Señor, ayúdame!” Y no se desanima con el aparente rechazo del Maestro: “Así es, Señor, pero los perros también comen de las migajas de la mesa de sus amos”. Su oración está inspirada en la confianza. Y es absolutamente humilde: no está reivindicando un derecho, no plantea ninguna exigencia. Simplemente, expresa la angustia de una madre ante el sufrimiento de su hija.
Esta mujer cananea, que desconocía las Sagradas Escrituras, nos da una profunda lección sobre la fe y la oración. No tiene una actitud altanera; no exige una atención prioritaria; no habla en términos de una tutela o de un derecho de petición. Con humildad y confianza expresa su necesidad.
Es hora de terminar nuestra meditación dominical. Recordemos el mensaje de este domingo: La fe es un don que Dios ofrece a quien quiere y no es un derecho exigible; en consecuencia, el tono de nuestra oración debe ser la confianza y la humildad.
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