La Ascensión, un nuevo modo de presencia de Jesucristo

 Autor: Jorge Humberto Peláez S.J.

 

Lecturas:

  • Hechos de los Apóstoles 1, 1-11
  • Carta de san Pablo a los Efesios 1, 17-23
  • Lucas 24, 46-53

Hoy celebra la liturgia la fiesta de la Ascensión del Señor. Cuarenta días después de la Resurrección, el Señor culmina el ciclo que había comenzado con la Encarnación. El SÍ de María, que acogió el mensaje del ángel que la invitaba a colaborar en el plan de salvación, dio inicio al hecho más extraordinario dela historia espiritual de la humanidad. El Hijo Eterno del Padre se despoja de los atributos de la divinidad y asume nuestra condición humana. Esto sucede por una simple razón: el amor infinito de Dios, quien decide recomponer la relación con la humanidad, que había sido rota por la soberbia humana que quiso hacernos semejantes a Él.

Ese camino iniciado con la Encarnación, concluye con la Ascensión del Señor resucitado, que retorna al Padre. En el texto de la Carta a los Efesios que acabamos de escuchar, el apóstol Pablo nos habla del poder que desplegó Dios Padre “al resucitar a Cristo de entre los muertos y darle asiento a su derecha en el cielo, por encima de todos los tronos y grandezas, poderes y autoridades, en una palabra, de todos los seres llámense como se llamen, en este mundo o en el otro. Todo lo puso bajo los pies de Cristo, y a Él le dio la primacía absoluta haciéndolo cabeza de la Iglesia”.

 

La auto-manifestación de Dios en la historia se inicia con la Alianza que Yahvé establece con Abrahán, nuestro padre en la fe; es el primer capítulo dela historia de la salvación. El segundo capítulo y clímax de esta historia, es Jesucristo, revelador del Padre, quien es la realización de la promesa. El tercer capítulo es el tiempo de la Iglesia, que tiene como punto de partida la Ascensión del Señor y el don del Espíritu Santo en Pentecostés; la Iglesia tiene como misión anunciar la Buena Noticia de la salvación.

 

En la primera lectura que hemos escuchado, tomada de los Hechos de los Apóstoles, encontramos una explicación muy interesante sobre los cuarenta días que transcurrieron entre la Resurrección del Señor y su Ascensión a los cielos. Leemos en este texto: “Después de su pasión se les manifestó en persona dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, y durante cuarenta días se dejó ver de ellos y les habló del Reino de Dios”.

 

Cuando el texto de los Hechos de los Apóstoles nos habla de cuarenta días, no debemos pensar en cuarenta días calendario. Recordemos que el número cuarenta es simbólico y expresa un proceso que se lleva a cabo, un camino que se recorre: durante cuarenta años peregrinó por el desierto el pueblo de Israel; durante cuarenta días Jesús ayunó en el desierto. Lo que nos quiere decir esta observación delos Hechos de los Apóstoles es el proceso espiritual vivido por los apóstoles y los inmediatos seguidores del Señor después de la Resurrección; el Señor resucitado los acompaña para confirmarlos en la fe y así culminar el proceso formativo que había llevado a cabo durante su vida pública; les ratifica la misión que les había confiado y les anuncia la inminente presencia del Espíritu Santo, quien acompañará a la Iglesia hasta el final de los tiempos.

 

Después de la Resurrección, el Señor les da numerosas pruebas de que está vivo y que no es una ilusión o un fantasma. Él está vivo y seguirá presente en su Iglesia de una manera diferente pero real y eficaz. El Señor resucitado confirma la fe de sus discípulos.Utilizando una imagen del mundo de la educación, podríamos decir que la Ascensión y Pentecostés son la culminación de un intenso proceso de formación teológica. A partir de ahora dejan de ser discípulos y se convierten en maestros y pastores de las nuevas comunidades de seguidores del Señor resucitado.

 

El Nuevo Testamento nos ofrece dos versiones de la Ascensión del Señor. La narración de los Hechos de los Apóstoles nos dice que los discípulos  “lo vieron ascender hasta que una nube lo ocultó a sus ojos. Mientras miraban fijos al cielo viéndolo irse, se les presentaron dos personajes vestidos de blanco, que les dijeron: Galileos, ¿qué hacen ahí parados mirando al cielo? Este mismo Jesús que les dejó para subir al cielo, volverá de allí de la misma manera que lo vieron irse”. Esta llamada de atención de estos dos personajes vestidos de blanco los sitúa frente a las responsabilidades que todos tenemos como administradores de nuestra casa común y como anunciadores del Evangelio; la espiritualidad no puede conducirnos a desconectarnos de la realidad diaria.

 

La segunda versión de la Ascensión del Señor la encontramos en el Evangelio de Lucas: “Los sacó a Betania, levantó las manos y los bendijo. Y mientras los bendecía, se alejó de ellos y fue subiendo al cielo. Ellos se arrodillaron para adorarlo y después se volvieron llenos de alegría a Jerusalén”.

 

La Ascensión del Señor está acompañada de sentimientos encontrados. Por una parte, tiene un sabor triste porque es una despedida. Ya no volverán a encontrarse con el amado Maestro con quien habían compartido momentos inolvidables; las conversaciones que habían sostenido con Él los acompañarían durante toda la vida y sus contenidos los repetirían incansablemente; lo habían escuchado hablar a las multitudes y habían sido testigos de sus milagros. Al verlo perderse entre las nubes, todo eso no volvería a repetirse.

 

Pero desde la fe todo era alegría, como lo acabamos de escuchar en el relato del evangelista Lucas, pues su Maestro era glorificado, retornaba donde su Padre e iniciaba un nuevo modo de presencia en medio de la comunidad eclesial.

 

Con la Ascensión y Pentecostés terminan el periodo de formación como discípulos.Ahora les corresponderá asumir sus responsabilidades como maestros y evangelizadores.


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