Autor: Jorge Humberto Peláez S.J.
Lecturas:
- Profeta Isaías 50, 4-7
- Carta de san Pablo a los Filipenses 2, 6-11
- Lucas 22, 14—23, 56
Con la celebración del Domingo de Ramos se inicia solemnemente la Semana Santa, que es el tiempo que dedica la Iglesia para conmemorar los grandes misterios de la redención: la pasión, muerte y resurrección del Señor:
- El Jueves Santo la liturgia nos invita a profundizar en el mensaje que nos da el Señor con el Lavatorio de los Pies; el Maestro lava los pies a sus discípulos, y así da testimonio de la humildad y espíritu de servicio que debe caracterizar a quienes ejercen liderazgo en las comunidades. También el Jueves Santo se conmemora la Institución de la Eucaristía; antes de partir, el Señor nos deja, como alimento para nuestra peregrinación, el Pan de Vida y el Cáliz de Salvación. Somos invitados a compartir su mesa.
- El Viernes Santo tiene una particular intensidad, pues acompañamos al Señor a lo largo de la Vía Dolorosa y somos testigos de su entrega suprema por la redención de la humanidad.
- La Vigilia Pascual es una celebración gozosa. El fuego nuevo que ilumina la oscuridad de la noche nos recuerda el triunfo de Jesucristo sobre la muerte y el pecado, hecho que transforma nuestro destino. Su triunfo es nuestro triunfo y nuestra esperanza.
En este Domingo de Ramos escuchamos la lectura de la Pasión, que es un impactante relato que nos ha permitido conocer, a los cristianos de todos los tiempos, los dramáticos acontecimientos vividos por el Señor. Desde el punto de vista humano, es la crónica del fracaso de un hermoso proyecto de solidaridad; desde la fe, es el sublime gesto de entrega para que la humanidad pudiera tener un nuevo comienzo.
En su Carta a los Filipenses, el apóstol Pablo nos da la clave para interpretar unos acontecimientos que, a partir de la encarnación del Hijo eterno del Padre, llegan a su clímax en el monte Calvario: “Cristo Jesús, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo, tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres, y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz”.
Debemos leer este texto de san Pablo una y mil veces. Desde la lógica humana, es impensable que el Hijo eterno del Padre se despoje de su condición divina para terminar crucificado. Por eso este gesto es interpretado por muchos como escándalo y locura. Sólo nos queda contemplar el misterio y dar infinitas gracias por lo que él significa.
Estas celebraciones de la Semana Santa, cuya clave de lectura nos la da el apóstol Pablo, se inician este Domingo de Ramos, que es la entrada de Jesús en Jerusalén, capital religiosa y política de Israel, la ciudad del rey David. Jesús el Mesías era el cumplimiento de la promesa hecha por Yahvé al pueblo de la Alianza. Es el descendiente de David que entra en su capital, pero lo hace sin la fanfarria propia de las grandes celebraciones. Entra en un burrito. Solamente los pobres y los niños tuvieron la limpieza de corazón para comprender lo que estaba sucediendo: “¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en las alturas”. Los líderes religiosos y políticos estaban distraídos en otros asuntos y no se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo.
Esta entrada de Jesús en Jerusalén aconteció hace más de dos mil años. Los cristianos de hoy no debemos verla como algo anecdótico. No seamos simples espectadores. Preguntémonos qué nos dice hoy.
Estamos viviendo un momento particularmente difícil y oscuro en la Iglesia. El comportamiento vergonzoso de algunos sacerdotes y obispos, y el manto de silencio que encubrió estos hechos, han herido gravemente la credibilidad de la proclamación del Evangelio. La fuerza de este anuncio ha perdido vigor. Muchos bautizados se han apartado de los sacramentos.
El Papa Francisco está afrontando con valor y transparencia esta dolorosa situación y está tomando las medidas para acompañar a las víctimas y para que estos hechos no se repitan en el futuro. Corresponde al pueblo de Dios dar testimonio del vigor evangelizador de la Iglesia. El anuncio de la Buena Noticia de la salvación no puede ser silenciado por el pecado de unos cuantos y por la agresividad con que los enemigos de la Iglesia la están atacando desde los medios de comunicación.
Es necesario dar a conocer el testimonio de miles de sacerdotes y religiosos dedicados totalmente al servicio de sus comunidades. ¡Cuántas organizaciones católicas acogen a millones de niños y adolescentes y les dan las herramientas para construir un futuro esperanzador! Son innumerables las instituciones que acogen a adolescentes embarazadas, mujeres maltratadas, ancianos abandonados. Pero de esto no se habla. Tenemos que reconocer el pecado y la vergüenza de algunos miembros de la Iglesia y proceder con mano firme, sin contemplaciones.
Esperamos que la Iglesia salga de esta crisis purificada y renovada. Este lado oscuro no puede desconocer el lado luminoso de la Iglesia, infinitamente más grande, representado por millones de fieles que viven con honestidad los valores evangélicos y trabajan por un mundo mejor. Y esos millones de bautizados proclaman, hoy como hace dos mil años, “¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en las alturas”.
Muchas personas aprovechan estos días de la Semana Santa para tomarse unas vacaciones. Que este descanso en unión con sus familias esté acompañado de la oración y de la participación en las ceremonias litúrgicas de estos días santos.
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