Autor: Jorge Humberto Peláez S.J.
Lecturas:
- Profeta Jeremías 1, 4-5. 17-19
- I Carta de san Pablo a los Corintios 12, 31—13,13
- Lucas 4, 21-30
La infinita riqueza de la auto-manifestación de Dios, contenida en las Sagradas Escrituras, se nos va comunicando a través de los textos bíblicos que son proclamados en la liturgia dominical. Así los fieles nos vamos apropiando de estas verdades y alimentamos nuestra vida espiritual. Hoy los invito a profundizar en los mensajes que nos transmiten el profeta Jeremías y el evangelista Lucas. En el profeta encontramos elementos que iluminan el tipo de relación que Dios ha querido establecer con cada uno de nosotros, una relación personal; y el relato del evangelista Lucas nos presenta a Jesús, quien nos da una contundente lección a los seres humanos que aspiramos a quedar bien con todos. El comportamiento de Jesús en la sinagoga de Nazaret nos muestra que eso no es posible ni deseable.
Para poder comprender el alcance de la experiencia personal del profeta, conviene explicitar algunos pensamientos que nos embargan cuando contemplamos la inmensidad del cosmos. Las naves espaciales y sus telescopios de última generación nos han permitido descubrir estrellas insospechadas y galaxias situadas a unas distancias cuyas cifras no alcanzamos a dimensionar.
Es inevitable la comparación entre la inmensidad y complejidad del universo en continua expansión, y la pequeñez del hombre. Somos una partícula minúscula, pero, ¡eso sí!, absolutamente pretenciosos. Nos sentimos todopoderosos y queremos suplantar a Dios.
Pues bien, esos seres insignificantes hemos sido llamados a la vida por el amor infinito de Dios, quien nos invita a cooperar en su obra creadora siendo administradores responsables de nuestra casa común, el planeta Tierra. Esta manifestación del amor infinito de Dios hacia cada uno de nosotros se pone en evidencia en el hermoso relato del profeta Jeremías: “Antes que te formaras en el seno materno, me fijé en ti; antes que nacieras, te consagré a mi servicio”.
Aunque desde las leyes físicas la existencia de cada uno de nosotros sea un hecho insignificante, el amor infinito de Dios nos convierte en sus hijos, nos conoce por nuestro nombre y nos invita a compartir la mesa de la vida.
Con frecuencia, los seres humanos nos sentimos ignorados por la gente que nos rodea. La indiferencia está presente en la sociedad. Cada cual cuida sus propios intereses, y no importa lo que suceda a los otros.
Cuando nos sintamos deprimidos por la soledad y la indiferencia, recordemos que para Dios sí importamos. Nos conoce por nuestro nombre, nos protege y nos llama a disfrutar la plenitud de su amor. Este testimonio del profeta Jeremías nos debe llenar de paz; aunque todos nos abandonen, el Señor, siempre fiel, permanecerá junto a nosotros.
Vayamos ahora a la escena que nos relata el evangelista Lucas, donde aparece Jesús enseñando en la sinagoga de Nazaret. Allí lo observan con curiosidad y escepticismo aquellos que lo vieron crecer: “¿No es éste el hijo de José?”. La cercanía que habían tenido con Él les impedía percibir la inmensa fuerza espiritual que irradiaba Jesús.
Lo políticamente correcto hubiera sido que Jesús estableciera un diálogo informal con sus antiguos vecinos y recordaran anécdotas de lo que habían vivido juntos. Pero no fue así. Jesús interpretó los comentarios que los presentes hacían en voz baja y sus expresiones de incredulidad, y decidió ir al problema de fondo: “Yo les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su patria”. A continuación, ilustró esta afirmación con dos ejemplos que vivieron los profetas Elías y Eliseo. Esta intervención de Jesús desató una tormenta de rechazo dentro de la sinagoga. “Al oír esto, todos en la sinagoga se llenaron de rabia, se pusieron de pie y sacaron a Jesús y lo llevaron hasta un barranco de la montaña donde estaba construida la población, con intención de despeñarlo”
¿Qué nos está enseñando Jesús al confrontar a sus paisanos? Nos está diciendo que la verdad está por encima del deseo de halagar a la gente y pretender quedar bien con todos.
Muchos padres de familia renuncian a establecer límites a sus hijos y adoptan una actitud complaciente. Creyendo proporcionales felicidad y bienestar, les está causando un enorme daño. Los seres humanos necesitamos disciplina para el estudio y el trabajo; hay que aprender a respetar unos horarios y unas reglas de juego para la vida social. Estos niños sin límites tendrán graves conflictos en su futura vida familiar, laboral y social.
Muchas veces los amigos, en nombre de la lealtad y la fidelidad, encubren malas actuaciones de sus compañeros y guardan un silencio cómplice. Esto es frecuente en los colegios y universidades, en el ejército y en todas aquellas organizaciones en las que la presión del grupo amordaza la responsabilidad personal.
Los políticos actúan como actores profesionales. Saben halagar a sus seguidores y dicen lo que ellos quieren escuchar. No tienen inconveniente en distorsionar la verdad de los hechos con tal de quedar bien. Las redes sociales ponen en circulación estos discursos y nadie se hace responsable de las calumnias que se replican sin que haya una verificación de lo que allí se está diciendo.
Muchas personas quisieran que la Iglesia fuera más diplomática en sus pronunciamientos. Con frecuencia, sus denuncias sociales son descalificadas como peligrosas y subversivas. Pero la Iglesia no puede hablar de otra manera. Traicionaría su ministerio profético. Dejaría de anunciar el Reino de Dios.
Las lecturas de este domingo nos han ofrecido dos lecciones muy importantes. En primer lugar, nos han recordado que cada uno de nosotros es llamado por Dios; no somos seres anónimos; somos sus hijos; y tenemos una misión que cumplir. En segundo lugar, la escena de la sinagoga de Nazaret es un ejemplo de cómo la verdad, aunque sea incómoda, está por encima de otras consideraciones oportunistas. Debemos ser transparentes en nuestras conversaciones. Las ambigüedades y verdades a medias generan confusión.
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