Autor: Jorge Humberto Peláez S.J.
Lecturas:
- Éxodo 16, 2-4. 12-15
- Carta de san Pablo a los Efesios 4, 17. 20-24
- Juan 6, 24-35
Las lecturas de este domingo tienen un factor común, el alimento, esencial para la conservación de la vida. Una deficiente alimentación tiene serias consecuencias para la salud y puede llevarnos a la muerte. La historia de la humanidad está llena de tristes relatos de aterradoras hambrunas causadas por desastres naturales o por guerras, que han arrebatado la vida de millones de seres humanos.
Los textos bíblicos de hoy hacen diferentes consideraciones teológicas alrededor del alimento, hasta llegar al clímax de la revelación de Jesús: “Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no tendrá hambre y el que cree en mí nunca tendrá sed”.
Empecemos nuestra meditación por el libro del Éxodo, donde encontramos una escena en la que el pueblo de Israel se amotina contra Moisés y Aarón porque los alimentos escaseaban: “Ojalá hubiéramos muerto a manos del Señor en Egipto, cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne y comíamos pan hasta saciarnos. Ustedes nos han traído a este desierto para matar de hambre a toda esta multitud”. Según estas palabras, el pueblo de Israel preferiría ser esclavo, pero bien alimentado, a ser libre pero sufriendo hambre. Esta dramática elección se explica porque la alimentación es la condición básica para vivir, anterior a cualquier otra consideración sobre derechos humanos, libertades, etc. Primero vivir y después lo demás…
¿Cómo responde Dios ante el profundo malestar de su pueblo? Se muestra misericordioso. Habla con Moisés para comunicarle su decisión: “He oído las murmuraciones de los hijos de Israel. Diles de parte mía: Por la tarde comerán carne y por la mañana se hartarán de pan, para que sepan que soy yo, el Señor, su Dios”. Por eso, en la tradición judeo-cristiana, el maná es símbolo del amor misericordioso de Dios, quien acude a remediar las necesidades de su pueblo. Para los cristianos, el maná es como una anticipación de lo que más tarde será el pan eucarístico, que satisface las necesidades más profundas del ser humano y nos comunica la vida divina.
El salmo 77 contiene una hermosa oración de acción de gracias sobre este hecho que dejó una huella profunda en la experiencia religiosa del pueblo elegido y explicita su sentido teológico: “Así el hombre comió el pan de los ángeles; Dios les dio de comer en abundancia y después los condujo hasta la tierra y el monte que su diestra conquistara”.
Vayamos ahora al texto del evangelista Juan, que reproduce una conversación de Jesús con un grupo de seguidores. En este diálogo, los judíos hacen una referencia al maná que sus antepasados comieron durante su travesía por el desierto. En respuesta, Jesús explica la intervención de Dios: “Yo les aseguro: no fue Moisés quien les dio pan del cielo; es mi Padre quien les da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es aquel que baja del cielo y da la vida al mundo”.
Así, con delicadeza y profundo sentido pedagógico, Jesús va preparando el terreno para que sus interlocutores se abran a la gracia: “Entonces le dijeron: Señor, danos siempre de ese pan. Jesús les contestó: Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no tendrá hambre y el que cree en mí nunca tendrá sed”. Esta revelación de Jesús es el punto de llegada de un largo camino que empezó en las arenas del desierto con un pueblo que creía que iba a morir de hambre, y al que Dios alimentó con el maná.
Estas palabras de Jesús nos ayudan a comprender el sentido de la participación eucarística. La misa dominical no puede ser vista como una aburrida exigencia de la Iglesia, sino como una extraordinaria oportunidad para fortalecernos interiormente y crear comunidad. Así como nuestro cuerpo necesita una alimentación sana que nos dé las energías para las tareas diarias, también nuestro espíritu necesita nutrirse con el pan de vida. Si no lo hacemos, nuestra vida interior se irá deteriorando, y nos alejaremos del camino del Señor. Estos sentimientos los expresa el apóstol Pablo en su Carta a los Efesios que acabamos de escuchar: “Dejen que el Espíritu renueve su mente y revístanse del nuevo yo, creado a imagen de Dios, en la justicia y en la santidad de la verdad”.
Por su parte, los sacerdotes no pueden permitir que la celebración diaria de la eucaristía se convierta en un hecho rutinario que realizan como autómatas. Los feligreses saben qué sacerdotes celebran con devoción la eucaristía y cuáles son aquellos que lo hacen como burócratas que cumplen una tarea que les ha sido asignada. Esta toma de conciencia de lo que significa la eucaristía se manifiesta, también, en la preparación de la liturgia, los cantos y la calidad de la homilía.
Escribir comentario