La Santísima Trinidad, plenitud de la Revelación

 Autor: Jorge Humberto Peláez S.J.

 

Lecturas:

  • Libro del Deuteronomio 4, 32-34. 39-40
  • Carta de san Pablo a los Romanos 8, 14-17
  • Mateo 28, 16-20

Este domingo, la liturgia celebra la fiesta de la Santísima Trinidad, plenitud de la Revelación. Jesucristo vino para comunicarnos verdades muy hondas que escapan a nuestras especulaciones. Nos ha manifestado que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, plenitud de comunión y plenitud de unidad. En nuestro limitado lenguaje decimos que se trata de tres Personas distintas y un solo Dios verdadero. Son intentos por expresar lo inexpresable. Solo nos queda adorar el misterio.

Las lecturas de este domingo nos invitan a avanzar por este camino de profundización sabiendo que se trata de algo que supera nuestra comprensión y que sólo se iluminará cuando disfrutemos de la plenitud del amor de Dios.

 

Toda nuestra vida está marcada por la Trinidad. Empezamos a formar parte de la comunidad eclesial cuando fue derramada sobre nuestra cabeza el agua bautismal “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Iniciamos la jornada y vamos a dormir expresando que lo hacemos “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Utilizamos la misma fórmula cuando vamos a iniciar un viaje. En síntesis, todo lo que hacemos tiene un marco trinitario.

 

Los cuatro Evangelios recogen las enseñanzas de Jesús quien, de manera pedagógica, nos habló de su Padre celestial, de la misión que le había confiado a Él como su Hijo, y del Espíritu Santo que enviarían el Padre y el Hijo para acompañar a la Iglesia en su peregrinación.

 

Para poder contextualizar la revelación de Jesús, es necesario remontarnos a las raíces de la revelación, es decir, tenemos que volver a los diálogos de Yahvé con los patriarcas de Israel. En la liturgia de este domingo encontramos un texto muy ilustrativo del libro del Deuteronomio. Allí leemos unas reflexiones que Moisés hace a la comunidad de Israel, en las que recapitula el camino espiritual que han recorrido:

  • Moisés interroga a la comunidad: “Pregunta a los tiempos pasados, investiga desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra. ¿Hubo jamás, desde un extremo al otro del cielo, una cosa tan grande como ésta? ¿Se oyó algo semejante?”
  • ¿A qué se refiere Moisés? A una revolución que marcó un quiebre definitivo en la historia espiritual de la humanidad: el tránsito del politeísmo al monoteísmo. Antes de la alianza de Yahvé con Abrahán, los antepasados adoraban a múltiples dioses. Era la práctica común en esas culturas de la antigüedad. Estas divinidades estaban asociadas con los fenómenos de la naturaleza: el sol, la luna, la tempestad, los bosques, etc. Los seres humanos ofrecían sacrificios a estas divinidades con el fin de obtener su favor y aplacar su ira.
  • En un momento de la historia, Dios establece un diálogo con la humanidad. ¿Por qué? No existe otra razón que el amor infinito a sus creaturas que había creado a su imagen y semejanza. El punto de partida de este revolucionario capítulo de la historia espiritual de la humanidad es la auto-manifestación de Yahvé a Abrahán, un arameo errante. Lo escoge para ser el padre del pueblo elegido con el que quiere establecer una alianza de exclusividad: “Yo seré tu Dios y tú serás mi pueblo”.
  • ¿En qué radica el carácter revolucionario de la alianza? Es el paso del politeísmo al monoteísmo. Yahvé se auto-manifiesta como un Dios único, personal, trascendente, que se comunica con su pueblo a través de los acontecimientos de su historia y así le descubre su plan de salvación, y le promete un Mesías o liberador.
  • En su reflexión, Moisés destaca dos rasgos de esta revolución espiritual: Dios se comunica: “¿Qué pueblo ha oído, sin perecer, que Dios le habla desde el fuego, como tú lo has oído?”. Dios ha tomado la iniciativa: “¿Hubo algún dios que haya ido a buscarse un pueblo en medio de otro pueblo, a fuerza de pruebas, de milagros y guerras?”.

 

Este proceso de transición del politeísmo al monoteísmo no fue fácil. Con frecuencia, el pueblo de Israel sucumbió a la tentación de la idolatría y ofreció sacrificios a las divinidades de los pueblos vecinos. Por este motivo, fueron castigados por Yahvé como medida pedagógica para que volvieran al camino de la alianza.

 

Es importante recordar que la revelación del Antiguo Testamento no llega a afirmar que este Dios único, personal y trascendente, es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Jesucristo, plenitud de la revelación, será quien nos manifieste el misterio de Dios en su intimidad.

 

Ahora los invito a reflexionar sobre la segunda lectura, tomada del apóstol Pablo en su Carta a los Romanos:

  • Allí san Pablo hace una afirmación que nos sorprende: “No han recibido ustedes un espíritu de esclavos que los haga temer de nuevo, sino un espíritu de hijos de Dos. Y si somos hijos, somos también herederos de Dios y coherederos con Cristo”.
  • ¿Por qué nos sorprende esta afirmación? Cuando contemplamos la infinitud del universo en continua expansión, tomamos conciencia de nuestra pequeñez, de nuestra insignificancia. Somos menos que un átomo. Y, a pesar de todo, “podemos llamar Padre a Dios”. La palabra padre tiene una enorme carga emocional de ternura y cercanía. Este hermoso texto trinitario de san Pablo nos explica nuestra comunión con Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Para terminar nuestra meditación dominical, volvamos a leer el texto del evangelista Mateo, donde se relata la misión que el Señor resucitado confía a sus discípulos: “Vayan, pues, y enseñen a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Esta misión del Resucitado es el punto de llegada de un largo camino que se inicia con la auto-manifestación de Dios a un pastor nómada en un rincón desconocido del Oriente, que transformó la historia espiritual de la humanidad.

 

No somos juguete del azar ni nuestras vidas dependen de una carta astral condicionada por el día y la hora del nacimiento. Peregrinamos hacia la casa del Padre, gracias al amor del Hijo que entregó su vida por nosotros, acompañados por el Espíritu Santo. ¡Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo!


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