Autor: Jorge Humberto Peláez S.J.
Lecturas:
- Hechos de los Apóstoles 10, 25-26. 34-35. 44-48
- I Carta de san Juan 4, 7-10
- Juan 15, 9-17
La liturgia de este VI domingo de Pascua gira alrededor de dos temas teológicos de gran importancia: La universalidad de la salvación, y el amor como clave de lectura para comprender el plan de salvación que Jesús lleva a cabo en absoluta obediencia a la misión que el Padre le encomendó.
La liturgia de este VI domingo de Pascua gira alrededor de dos temas teológicos de gran importancia: La universalidad de la salvación, y el amor como clave de lectura para comprender el plan de salvación que Jesús lleva a cabo en absoluta obediencia a la misión que el Padre le encomendó.
Empecemos nuestra meditación dominical profundizando en el significado del encuentro de Pedro y Cornelio, oficial romano. Después de dos mil años de la acción evangelizadora de la Iglesia, nos parece muy natural que la Buena Noticia se anuncie a todos los pueblos sin que ninguno de ellos pretenda ejercer un monopolio sobre la verdad revelada. Esta situación, que nos es tan familiar, era fuente de apasionados debates en la primera comunidad cristiana, constituida por judíos que habían sido bautizados.
Para los judíos, que desde su infancia habían oído que ellos eran el pueblo elegido, tenía que ser muy difícil aceptar dentro de la incipiente comunidad cristiana a unos extranjeros ajenos a sus tradiciones religiosas y culturales. Era como compartir la casa con unos desconocidos, y eso les generaba recelos y desconfianzas.
Por eso es tan importante la escena de los Hechos de los Apóstoles que acabamos de escuchar. Pedro, cabeza de la comunidad de los seguidores del Señor resucitado, reconoce públicamente, delante de un militar romano y de unos judíos bautizados, que es necesario cambiar de mentalidad: “Ahora caigo en la cuenta de que Dios no hace distinción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que fuere”. Esta sincera declaración pública no debió ser fácil para Pedro porque durante toda su formación había escuchado que los judíos eran diferentes. Y súbitamente descubre que no hay muros que separen. Así, poco a poco, el Cristianismo se va separando del viejo tronco del Judaísmo, adquiriendo identidad propia, sin negar las raíces comunes de la Revelación del Antiguo Testamento.
Delante de los judíos bautizados exclama: “¿Quién puede negar el agua del bautismo a los que han recibido el Espíritu Santo lo mismo que nosotros?”. Aquí el apóstol Pedro sugiere una problemática que sigue acompañando a la Iglesia a lo largo de los siglos: Los intentos llevados a cabo por grupos integristas de creyentes que buscan levantar muros y establecer controles que impidan el acceso a la vida sacramental a algunos miembros de la comunidad por considerarlos indignos. ¡Qué atrevimiento pretender poner límites al amor misericordioso de Dios que es infinito y no excluye a nadie!
Después de estas reflexiones sobre la universalidad del mensaje de salvación, los invito a reflexionar sobre el segundo eje de la liturgia de este VI domingo de Pascua: El amor como clave de lectura para comprender el plan de salvación.
Hay personas cuyas vidas están rigurosamente regidas por unos códigos éticos y legales. Evitan cuidadosamente lo que está prohibido y hacen lo que está mandado. Su buen comportamiento los hace sentirse ciudadanos honestos y merecedores de las bendiciones de Dios. Sus vidas están fuertemente motivadas por el binomio premio-castigo.
El Cristianismo tiene una motivación absolutamente diferente, pues gira alrededor del amor. Sin embargo, es frecuente encontrar modelos pedagógicos que inculcan una religiosidad movida por el premio y el castigo y comunican una imagen dura de Dios, que no es Padre amoroso sino inquisidor implacable.
A Dios nadie lo ha visto, pero sí conocemos a Jesucristo, revelador del Padre. Leemos en la I Carta de san Juan: “El amor que Dios nos tiene se ha manifestado en que envió al mundo a su Hijo unigénito, para que vivamos por Él”. ¿Qué mejor regalo podríamos soñar? ¿Qué otra prueba de amor necesitamos?
Conocemos el amor del Padre porque nos ha dado a su Hijo. Y conocemos el amor que nos tiene el Hijo encarnado porque ha dado su vida por nosotros: “Nadie tiene amor más grande a sus amigos que el que da la vida por ellos”.
Este inmenso tesoro del amor del Padre y del Hijo lo conservamos en vasijas frágiles, pues somos muy volátiles e inestables en nuestros amores y fidelidades; fácilmente, nos dejamos deslumbrar por valores aparentes, dándole la espalda a Dios. Por eso el apóstol Juan nos dice: “Como el Padre me ama, así los amo yo. Permanezcan en mi amor, lo mismo que yo cumplo los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor”.
Cuando el Señor nos invita a cumplir sus mandamientos para permanecer unidos a Él, nos está invitando a vivir en discernimiento continuo, es decir, buscar su voluntad en cada situación.
En este relato evangélico, el Señor nos llama sus amigos: “Ustedes son mis amigos, si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a ustedes los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que le he oído a mi Padre”. Estas palabras del Señor nos llenan de felicidad pues nos hacen sentir muy cerca de su corazón. Y nos pide que ese amor impregne todas nuestras relaciones sociales: “Esto es lo que les mando: que se amen los unos a los otros”.
En ese VI domingo de Pascua, la liturgia nos ilustra sobre dos puntos esenciales de la vida cristiana: La universalidad de la salvación que no admite discriminaciones; y la centralidad del amor en la vida de los bautizados, un amor que se expresa en fidelidad y compromiso.
Escribir comentario