Autor: Jorge Humberto Peláez S.J.
Lecturas:
- Profeta Isaías 61, 1-2ª. 10-11
- I Carta de san Pablo a los Tesalonicenses 5, 16-24
- Juan 1, 6-8. 19-28
En esta temporada navideña, el ambiente es de fiesta: luces de colores, música, reuniones de familiares, amigos y compañeros de trabajo. En Latinoamérica celebramos la novena, una hermosa tradición que nos prepara para el nacimiento del Señor; nos reunimos alrededor del pesebre para cantar, rezar y compartir.Es una bella costumbre que renueva nuestra fe y fortalece los vínculos familiares.
Muchas personas participan en estas celebraciones sin comprender muy bien su significado profundo. ¿Por qué estas manifestaciones de alegría? La respuesta la encontramos en este tercer domingo de Adviento, que es conocido por los especialistas en Liturgia, como el domingo Gaudéte, palabra latina que significa Alégrense. Todas las lecturas bíblicas que se proclaman hoy expresan los motivos teológicos del ambiente de alegría propio de la Navidad.
Empecemos con la lectura del profeta Isaías. Allí leemos: “Me alegro en el Señor con toda el alma y me lleno de júbilo en mi Dios, porque me vistió con vestiduras de salvación y me cubrió con un manto de justicia, como el novio que se pone la corona, como la novia que se adorna con sus joyas”.
El profeta Isaías describe, con siglos de anticipación, las transformaciones profundas que llevará a cabo el Mesías. Este personaje, esperado durante siglos por el pueblo judío, no será un caudillo político que repetirá las gloriosas gestas de los reyes David y Salomón, sino que vendrá para transformar las vidas de quienes han sido ignorados por los poderosos. El perfil del Mesías es trazado por el profeta Isaías; siglos después, Jesús lo realizará plenamente: “El Espíritu del Señor me ha enviado para anunciar la Buena Nueva a los pobres, a curar a los de corazón quebrantado, a proclamar el perdón a los cautivos, la libertad a los prisioneros y a pregonar el año de gracia del Señor”.
En palabras del profeta Isaías, el Mesías es portador de alegría para todas aquellas personas que creían que sus vidas estaban cerradas a la esperanza, para todos aquellos cuyo pan diario estaba mojado con sus lágrimas. Los favoritos de Dios son los pobres, los ignorados, los explotados. En los Evangelios, esta prioridad se expresó en una obra maestra de la literatura bíblica, que conocemos como el Sermón de las Bienaventuranzas: “Felices aquellos que…”
Pasemos ahora al texto que hemos recitado como Salmo responsorial, que es el himno que pronunció María, conocido como el Magníficat: “Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi salvador”. Esta bellísima oración de acción de gracias y alabanza expresa la infinita alegría y el reconocimiento de María por las grandes cosas que el Señor ha obrado en su vida. Ella, una desconocida campesina judía, ha sido escogida como madre del Mesías. María no hace alarde de nada, pues todo es don y gracia: “Puso los ojos en la humildad de su esclava”.
Cada uno de nosotros debería recitar, una y mil veces, nuestro propio himno del Magníficat, proclamando y dando gracias por tantas bondades que nos ha concedido el Señor, a pesar de nuestras infidelidades. Infortunadamente, somos muy avaros para reconocer y agradecer. Y continuamente nos quejamos por las dificultades que encontramos en la vida. Dejamos que el pesimismo nos invada y somos incapaces de ver la mano providente de Dios que nos acompaña en cada instante de la vida.
En su II Carta a los Tesalonicenses, el apóstol Pablo motiva a la comunidad cristiana a vivir con alegría el don de la fe: “Vivan siempre alegres, oren sin cesar, den gracias en toda ocasión, pues es lo que Dios quiere de ustedes en Cristo Jesús”. La pascua del Señor ha transformado nuestras vidas. Para el agnóstico y el ateo, la muerte significa el final de todos los sueños. Cae el telón y termina la función. Para los bautizados, la participación en los sacramentos de la Iglesia son una anticipación de lo que viviremos en plenitud cuando hallamos cumplido nuestra misión aquí en la tierra. Por eso nuestra peregrinación hacia la casa de nuestro Padre común debe irradiar esperanza, alegría y solidaridad.
En el relato evangélico que acabamos de escuchar, Juan Bautista da la explicación de esta alegría. Lo que era una promesa en el profeta Isaías, es ya una realidad: Jesús, el Señor, viene para implantar un orden nuevo, para llevar a cabo una nueva creación. El Bautista predicaba a sus contemporáneos que salían a escucharlo porque los impactaban su testimonio de vida y el magnetismo que irradiaba su personalidad: “En medio de ustedes hay uno, al que ustedes no conocen, alguien que viene detrás de mí, a quien yo no soy digno de desatarle las correas de sus sandalias”.
La meditación de estas lecturas bíblicas que nos propone la liturgia de este domingo nos permite descubrir los motivos profundos de la alegría cristiana. La alegría de los bautizados no es un sentimiento ingenuo fruto de una ilusión sin fundamento. Nuestra alegría es fruto de la infinita generosidad del Padre que da a su Hijo la misión de redimir a la humanidad tendiendo un puente entre el cielo y la tierra. Ese Dios-niño, centro de nuestras miradas en esta Navidad, es un antídoto contra el pesimismo y la desesperanza. No estamos solos; continuemos la tarea de transformación anunciada por el profeta Isaías y realizada por Jesús; abramos nuestros brazos para acoger a los pobres, demos apoyo a los de corazón quebrantado, y anunciemos la buena nueva de la reconciliación y el perdón.
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