Autor: Jorge Humberto Peláez S.J.
Lecturas:
- Profeta Isaías 45, 1. 4-6
- I Carta de san Pablo a los Tesalonicenses 1, 1-5b
- Mateo 22, 15-21
Desde las primeras etapas de la vida apostólica de Jesús, fue evidente el conflicto con los fariseos por la total incompatibilidad en los principios y valores. Toda la vida de Jesús estaba en función de la misión que le había confiado el Padre de proclamar el Reino y redimir a la humanidad. Por su parte, la principal motivación de los fariseos era la consolidación de su poder, y para ello utilizaban la ley y los profetas.
Esta tensión, que fue aumentando con el paso de los días, se desarrolló en los escenarios más diversos. Monitoreaban cada una de las palabras y acciones del Maestro, las personas con las que compartía, etc. Y todo lo interpretaban de manera torcida, y así fueron acumulando las acusaciones contra Jesús a base de mentiras: oposición a las tradiciones religiosas de Israel, violación del sábado, glotón y bebedor, frecuentaba malas compañías, blasfemaba… Ningún comportamiento de Jesús escapaba a su maledicencia.
La mentira y la calumnia han sido, desde los comienzos de la humanidad, herramientas terriblemente dañinas de la honra de las personas. “Calumnia que algo quedará” dice el antiguo refrán popular de los romanos que llegó hasta nosotros a través del filósofo Francis Bacon. Su capacidad destructiva se ha potenciado mediante las redes sociales, donde cualquier personaje anónimo pone en circulación acusaciones, pos-verdades y mentiras con total impunidad. Las redes sociales se han convertido en alcantarilla que recoge las aguas negras de la agresividad humana. Nadie responde por lo que allí se publica; y los seguidores van replicando estos mensajes causando un enorme daño.
En el relato evangélico que acabamos de escuchar, el enfrentamiento entre Jesús y los fariseos explota a propósito de una moneda que tenía la efigie del emperador romano. Sus enemigos le preguntan maliciosamente: “¿Es lícito pagar o no pagar el tributo al César?”. Era una pregunta venenosa porque cualquier respuesta que diera sería usada en su contra.
Esta pregunta, formulada a propósito de una moneda, plantea un asunto muy antiguo que nunca ha sido resuelto de manera definitiva y que suscita intensos debates. La discusión se puede plantear de muchas maneras: el rol social que juegan la religión y la política; el enfrentamiento de poderes; la separación entre la Iglesia y el Estado; el Estado confesional vs. el Estado laico, etc.
Esta problemática se vive de diversas maneras, dependiendo del momento histórico y el contexto cultural. La interrelación entre el orden político y el orden religioso da lugar a diversos modelos:
- En primer lugar, podríamos hablar de un modelo de subordinación. Unas veces, el poder dominante es la religión, que gobierna todos los aspectos de la vida ciudadana; pensemos, por ejemplo, en el enorme poder político que tienen los dirigentes religiosos en los países en los que se ha impuesto el fundamentalismo islámico. Otras veces, el poder dominante es el político que, a través de privilegios y regalos, compra la obediencia de los dirigentes religiosos; esta fue la norma en el Imperio Bizantino y en la Rusia de los Zares, donde los emperadores imponían su voluntad a los Patriarcas ortodoxos.
- En segundo lugar, podemos hablar de un modelo de separación, que puede ser más o menos radical. Hay países en los que se afirma de manera vehemente la naturaleza laica del Estado, de manera que las convicciones y valores religiosos quedan relegados al ámbito estrictamente privado. En otros países, esta separación reconoce los respectivos ámbitos de competencia y es posible encontrar mecanismos de cooperación para promover el bien común.
Los fariseos creyeron que habían arrinconado a Jesús. Volvamos a leer el texto evangélico para ver cómo sorteó el Maestro esta difícil situación: “¿De quién es esta imagen y esta inscripción? Le respondieron: del César. Y Jesús concluyó: Den, pues, al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. Esta penetrante lección de Ética política dada por Jesús fue recogida por el Concilio Vaticano II, que afirmó la autonomía de las realidades terrenas,reconociendo así el estatuto propio del discurso científico y de los procesos sociales, que tienen sus metodologías propias y sus lógicas internas, independientes de la Teología, y que, como todo lo humano, deben tener en cuenta los valores básicos de la Ética que se construye sobre la dignidad sagrada de la persona, la promoción del bien común y el cuidado de la casa común.
La Iglesia tuvo que recorrer un largo camino para poder formular este reconocimiento. Hay bochornosos capítulos en los que la Iglesia descuidó sumisión evangelizadora porque sucumbió a los halagos del poder y del dinero. Ahora bien, este llamado a concentrarse en lo que es propio como Iglesia, no significa proclamar un mensaje desconectado de los problemas reales de la sociedad. El mensaje de salvación se dirige a la totalidad del ser humano y, en consecuencia, la promoción de la justicia es inseparable del anuncio de la persona de Jesucristo. Hay quienes acusan a la Iglesia de intervenir en política cuando Ésta defiende los Derechos Humanos.
En este pasaje evangélico que hemos meditado, Jesús nos ofrece una elocuente lección de Ética política. La acción evangelizadora de la Iglesia debe estar por encima de los debates e intereses de los grupos políticos; las homilías y sermones no son para hacer campañas partidistas ni para discutir teorías económicas o planes de desarrollo. La Iglesia debe anunciar la buena nueva de la salvación en profunda comunión con las alegrías y esperanzas, los dolores y búsquedas de las personas y comunidades, particularmente de los más vulnerables
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