Autor: Jorge Humberto Peláez S.J.
Lecturas:
- Profeta Ezequiel 18, 25- 28
- Carta de san Pablo a los Filipenses 2, 1-11
- Mateo 21, 28-32
Los que hemos vivido en una cultura en la que la Iglesia Católica ejerce un fuerte influjo, no valoramos suficientemente el tesoro de la fe. Los sacramentos han ido acompañándonos en las diversas etapas de nuestro desarrollo. Esto es lo socialmente correcto y nada nos sorprende. Otra cosa piensan quienes han tenido que luchar por sus convicciones religiosas en ambientes de indiferencia o de abierta hostilidad.
Pues bien, muchos católicos de corte tradicional creen que basta con cumplir con unos mínimos éticos y asistir de vez en cuando a los ritos religiosos para tener la conciencia tranquila. En el texto que acabamos de escuchar de la Carta de san Pablo a los Filipenses, el apóstol nos cambia la lectura de los mínimos éticos con los que se conforman muchos bautizados, y nos presenta un ideal sublime: “Tengan los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús”. Si este fuera el criterio inspirador de nuestras actuaciones en el ámbito familiar y en la vida social, la vida sería muy diferente; este clima de convivencia amable y colaborativa es expresado por san Pablo en el texto que acabamos de escuchar: “Nada hagan por espíritu de rivalidad ni presunción; antes bien, por humildad, cada uno considere a los demás como superiores a sí mismo y no busque su propio interés, sino el del prójimo”.
Y, ¿qué significa tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús? Al meditar los relatos evangélicos, comprendemos que Jesús no tuvo una agenda con intereses propios, sino que siempre obró en obediencia a la voluntad del Padre; su dinamismo apostólico para la implantación del Reino se nutrió de una oración intensa; todas sus palabras y acciones fueron expresión de misericordia ante el dolor humano en todas sus manifestaciones (dolores morales, afectivos, por motivos de salud o de exclusión social, etc.); sus preferidos fueron los vulnerables y despreciados; su capacidad de amor sin límites lo llevó a dar la vida por nosotros.
Evidentemente, existe un abismo entre los sentimientos de Jesucristo, el santo y el justo por excelencia, y nuestro pequeño mundo interior plagado de egoísmo y envidia. Sin embargo, con la ayuda del Señor, podremos avanzar en el conocimiento de su Persona y del Reino que nos descubre a través de las parábolas. Mediante la contemplación de los misterios de su vida, pasión, muerte y resurrección, irá creciendo en nosotros el hombre nuevo, y por la acción del Espíritu Santo en nuestro interior, Cristo irá transformando nuestra manera de ver, juzgar y actuar.
Como seres nuevos que hemos nacido a la vida de la gracia mediante el bautismo y la participación en los sacramentos de la Iglesia, todos los días debemos resolver dilemas éticos. No existe la fórmula mágica que nos indique cómo debemos tomar decisiones acertadas; las situaciones son confusas; no siempre son evidentes los valores éticos que están en juego. Por eso es tan pertinente la petición del Salmo que acabamos de recitar: “Descúbrenos, Señor, tus caminos, guíanos con la verdad de tu doctrina”.
Poco a poco, a través de la oración y la reflexión, se irán afinando nuestros sentidos interiores para poder distinguir entre el bien y el mal, entre el plan de Dios y los proyectos humanos que esconden motivaciones oscuras.
Debemos pedir incesantemente el don del discernimiento, que es la sabiduría espiritual para identificar qué quiere Dios de nosotros en medio de la confusión reinante a nuestro alrededor. A través de la oración y la reflexión iremos interiorizando los mismos sentimientos que tuvo Jesús.
En medio de esta búsqueda espiritual, es inevitable reconocer la presencia del pecado, que hace parte de nuestra historia personal y social. Nuestra condición pecadora se manifiesta de muchas maneras: distracciones, desánimo, cansancio, auto-suficiencia, gratificación de los sentidos, etc. La lista es infinita.
En el texto del evangelio de Mateo que acabamos de escuchar, el Señor propone la parábola del agricultor que pidió a sus hijos que le colaboraran en el cuidado de la viña. El primero de los hijos dio una respuesta positiva, pero finalmente no fue; el segundo hijo inicialmente dijo que no iría, pero terminó trabajando.
En estas dos respuestas es importante subrayar la volatilidad de las decisiones humanas. Continuamente cambiamos de posición; el SÍ fácilmente se convierte en NO, y el NO puede significar un SÍ. En la mayoría de los casos, estos cambios se producen caprichosamente, improvisando. Estas variaciones en las decisiones que tomamos revelan una inestabilidad interior y una aterradora superficialidad. Quienes así actúan, y desgraciadamente las mayorías proceden de esta manera, son incapaces de establecer unas relaciones interpersonales sólidas y de llevar adelante proyectos de envergadura. En cualquier momento se aburren y abandonan el hogar o el proyecto en que estaban.
En esta eucaristía dominical pidámosle al Señor la gracia de vivir nuestros compromisos bautismales, no simplemente contentándonos con cumplir unos mínimos, sino buscando siempre actuar en coherencia con los sentimientos que tuvo Jesús. A través de la oración y la reflexión vayamos avanzando en la capacidad de discernir y de ser coherentes con las verdades que profesamos.
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