Autor: Jorge Humberto Peláez S.J.
Lecturas:
- Libro del Eclesiástico 27, 33 – 28, 9
- Carta de san Pablo a los Romanos 14, 7-9
- Mateo 18, 21-35
Las lecturas de este domingo nos invitan a reflexionar sobre dos sentimientos que juegan un papel decisivo en la vida de los individuos y las comunidades. Se trata del rencor y del perdón:
- Leemos en el libro del Eclesiástico, que recoge reflexiones muy hondas, fruto de la observación de la conducta humana: “Cosas abominables son el rencor y la cólera; sin embargo, el pecador se aferra a ellas”.
- La antítesis del rencor es el perdón. A él se refiere este pasaje del evangelista Mateo: “Pedro se acercó a Jesús y le preguntó: Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces? Jesús le contestó: No solo hasta siete, sino hasta setenta veces siete”.
- Estos dos sentimientos – rencor y perdón – marcan la vida de los individuos y las comunidades. Dependiendo de la opción que tomemos, tendremos destrucción o vida.
Los invito a reflexionar sobre el significado de una vida cuyo rumbo está trazado por el rencor. Es como un ácido corrosivo que destruye la vida afectiva de las personas, acaba con las relaciones familiares y las amistades de muchos años, y lanza los pueblos a la guerra.
Aquel que tiene infectado el corazón por el rencor, día y noche está rumiando su rabia y sueña con la venganza. Estos sentimientos le roban la capacidad de disfrutar las alegrías simples de la vida. El rencoroso vive hundido en la infelicidad y disfruta con la desgracia ajena. Es padecer las penas del infierno en esta vida.
El sentido común nos enseña que los problemas se solucionan hablando. La palabra es la única herramienta civilizada para dirimir los conflictos naturales de la convivencia humana. A través del diálogo podemos iluminar aquellas zonas oscuras del comportamiento que nos producen rechazo. Sin embargo, el rencoroso es incapaz de iniciar una conversación aclaratoria, porque el orgullo se lo impide. En su interior piensa: Que sea la otra persona la que me pida perdón; que se humille. Su intransigencia lo lleva a trazar unas líneas rojas infranqueables.
¡Cuántas familias destruidas por el rencor! En muchos casos,el dinero es la causa de estas peleas: una herencia, un abuso de confianza. Ni siquiera la muerte de los seres queridos es ocasión para reencontrarse y darse un abrazo de reconciliación.
Los rencores entre los pueblos, transmitidos de generación en generación, son causa de destrucción. En muchos casos, la religión es motivo de violencia. Es doloroso ver cómo se matan los seres humanos en nombre del Dios que es fuente de vida…
El rencor y el deseo de venganza enceguecen la capacidad de juzgar y son el combustible que aviva el fuego de la destrucción. Estos prejuicios se transmiten de padres a hijos. El rencor y la sed de venganza son pésimos consejeros. Activan un huracán de destrucción que arrasa todo lo que encuentra en su camino.
Al principio de esta meditación dominical, afirmábamos que hay dos sentimientos que juegan un papel decisivo en la vida de los individuos y las comunidades: el rencor y el perdón. Ya reflexionamos sobre el poder destructivo del rencor. Ahora profundicemos en el perdón, cuya energía liberadora transforma la existencia.
Antes de hablar del perdón, hay que tomar conciencia del papel que juega la capacidad de auto-crítica. Sin ella, estaremos condenados a vivir y morir atrapados en la telaraña asfixiante del rencor.
¿Por qué es tan importante la auto-crítica? Es frecuente escuchar la frase: Yo no me arrepiento de nada de lo que he hecho. Detrás de esta expresión, hay una estúpida pretensión de perfección. Es necesario preguntarnos: ¿Le he dedicado tiempo a mi familia?, ¿he cultivado espacios de conversación con mi pareja y mis hijos?, ¿mi ética profesional ha sido intachable o he sacado provecho cuando se me presentó la oportunidad de hacerlo y no me controlaban?, ¿los deberes de justicia con mis empleados resisten una rigurosa auditoría?, ¿he pagado escrupulosamente los impuestos o los he evadido justificándome con la corrupción de la administración?
Cuando evaluamos nuestro comportamiento, somos muy benévolos. Fácilmente, nos damos una calificación de 10/10. Y cuando es inevitable reconocer fallas, siempre encontramos una justificación. Pero cuando se trata de calificar a los demás, somos implacables. Después de reflexionar sobre estas inquietantes preguntas, ¿todavía tenemos la desvergüenza de afirmar: Yo no me arrepiento de nada?
El perdón exige un reconocimiento del mal causado, repararlo y dar pruebas de la firme voluntad de cambio y no repetición. Las fracturas en la convivencia no se resuelven con unas imples excusas como si se tratara de algo intrascendente. A este propósito, vale la pena hacer alusión a los encuentros entre víctimas y victimarios de estos cincuenta años de violencia en Colombia. Escenas estremecedoras que ponen en evidencia la locura de la guerra. La sociedad civil se pregunta por la sinceridad de estas confesiones y la voluntad seria de reparar a las víctimas. Se trata de un tema complejísimo en la implementación de los acuerdos que ponen fin al enfrentamiento armado en Colombia.
En el relato evangélico que acabamos de escuchar, el apóstol Pedro hace una pregunta muy complicada: “Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces? Jesús le contestó: No sólo hasta siete, sino hasta setenta veces siete”. En la lógica humana hay unos límites para el perdón; solemos decir: Por esta vez te perdono, pero no habrá una segunda oportunidad. Así nos comportamos los seres humanos, que llevamos una rigurosa contabilidad de las ofensas recibidas. Nunca olvidamos.
Por el contrario, el amor misericordioso de Dios no conoce límites. Una imagen maravillosa del perdón la encontramos en la parábola del hijo pródigo, en la que el padre acoge al hijo sin recriminaciones. Su regreso es motivo de fiesta.
Le pedimos a Dios que esta vista del Papa Francisco a nuestro país haya producido el efecto de una terapia colectiva para elaborar nuestros duelos, tumbar muros, cerrar heridas y reencontrarnos como hermanos capaces de diseñar juntos un nuevo proyecto de país dentro de las reglas de juego de una democracia respetuosa de las diferencias.
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