Autor: Jorge Humberto Peláez S.J.
Lecturas:
- Profeta Isaías 56, 1. 6-7
- Carta de san Pablo a los Romanos 11, 13-15. 29-32
- Mateo 15, 21-28
La comunidad internacional está muy preocupada por la agresividad verbal de las máximas autoridades de Corea del Norte y Estados Unidos, que tienen armas nucleares. En cualquier momento se puede pasar de las palabras a los hechos, con gravísimas consecuencias para todo el mundo. Este peligroso enfrentamiento es una muestra, entre muchas, de las dolorosas fracturas de la convivencia entre los pueblos. Es una epidemia que se extiende por el mundo.
Estas fracturas sociales alimentan la carrera armamentista. Los recursos que deberían invertirse en salud, educación y acciones de mitigación ante los efectos del cambio climático, se gastan en armas.
Esta cruel realidad del desgarramiento del tejido social contrasta fuertemente con el mensaje que propone la liturgia de este domingo, que nos habla de la universalidad del plan de salvación. Los dones de Dios son para todos los pueblos. No hay lugar para las discriminaciones ni enfrentamientos. Si somos hijos del mismo Padre, deberíamos convivir, de manera civilizada, en nuestra casa común. Pero los líderes, con sus vanidades personales, piensan de otra manera.
Veamos cómo aparece este mensaje sobre la universalidad de la salvación en el texto del profeta Isaías que acabamos de escuchar:
- Yahvé manifiesta, a través del profeta, su proyecto: “Mi casa será casa de oración para todos los pueblos”. Podemos imaginar que estas palabras de apertura a la universalidad debieron producir incomodidad en algunos sectores del pueblo elegido que se sentían dueños exclusivos de las llaves que daban acceso a la salvación.
- Las palabras de apertura del profeta Isaías son muy claras: “A los extranjeros que se han adherido al Señor para servirlo, amarlo y darle culto, a los que guardan el sábado sin profanarlo y se mantienen fieles a mi alianza, los conduciré a mi monte santo”. ¿Qué respuesta espera el Señor a este llamado? El Señor pide coherencia: “Velen por los derechos de los demás, practiquen la justicia”.
Esta apertura del mensaje de salvación, que está dirigido a todos los pueblos, alcanza la plenitud en Jesucristo y se traduce en un mandato para ir a todos los rincones de la tierra y anunciar la buena nueva.
Ahora los invito a observar atentamente este encuentro de Jesús con una mujer cananea, que era ajena a las tradiciones del Judaísmo e ignoraba la promesa de salvación:
- En el diálogo que se establece entre ellos, sorprende, por una parte, la insistencia de esta mujer, que en tres ocasiones expresa su necesidad: “Señor, hijo de David, ten compasión de mí”; “Señor, ¡ayúdame!”; “también los perritos comen las migajas que caen de la mesa de los amos”; por otra parte, nos sorprende el silencio inicial de Jesús y luego su respuesta que parece dura y descortés.
- Si esta mujer no hubiera tenido una fe muy sólida y una absoluta confianza en el Señor, se habría levantado furiosa y quién sabe que habría dicho… Pero no. La aparente dureza y descortesía de Jesús era para calibrar la fe de esta mujer. El mismo Jesús quedó sorprendido: “Mujer, ¡qué grande es tu fe!”.
Los invito a avanzar en nuestra reflexión y profundizar en lo que significa la universalidad del mensaje de salvación. El amor infinito de Dios se manifiesta de muchas maneras y toca, de manera misteriosa, el corazón de los seres humanos. Por eso debemos ser profundamente respetuosos de otras experiencias religiosas, diferentes del Cristianismo, que buscan respuesta a los interrogantes sobre el sentido de la vida y cultivan modos de espiritualidad de los cuales tenemos muchas cosas que aprender. De ahí que el diálogo interreligioso sea una necesidad sentida. El mundo sería muy diferente si los líderes espirituales de las diversas religiones se sentaran a dialogar y pusieran en común los valores de humanidad que comparten. La cultura occidental, atrapada en las redes del consumismo, tiene mucho que aprender de los valores proclamados por el budismo, el hinduismo, el sintoísmo y otras religiones milenarias.
Las tres religiones monoteístas (el Judaísmo, el Islamismo y el Cristianismo) adoramos al mismo Dios, personal, único, trascendente. Por eso causa escándalo que, en nombre del Dios de la vida, llamemos a la guerra santa y ofrezcamos bendiciones, indulgencias y el acceso al paraíso a quienes derramen la sangre de los hermanos. Y esta vergüenza cubre por igual a las tres religiones en diversos momentos de la historia. En repetidas ocasiones, el Papa Francisco ha promovido los diálogos entre los líderes religiosos para favorecer la paz.
Este mensaje de la universalidad del mensaje de salvación también tiene profundas repercusiones dentro de la Iglesia Católica, cuya misión es anunciar la buena noticia del Señor Resucitado a todos los pueblos. El lenguaje utilizado por los catequistas y predicadores debe tener en cuenta el horizonte simbólico particular de cada una de las culturas. Igualmente, la liturgia debe apropiarse de los modos celebrativos de estas comunidades, incorporando sus expresiones corporales y su música. En ocasiones, los pueblos han rechazado a los evangelizadores porque los perciben como portadores de unos modelos culturales europeos que se quieren imponer.
A la luz de este mensaje sobre la universalidad del mensaje de salvación, derribemos los muros de los prejuicios para que la Iglesia sea la casa de todos los que buscan al Señor.
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