Autor: Jorge Humberto Peláez S.J.
Lecturas:
- Libro de Daniel 7, 9-10. 13-14
- II Carta de san Pedro 1, 16-19
- Mateo 17,1-9
Hoy celebra la liturgia la fiesta de la Transfiguración del Señor, en la cual se confirma la identidad de Jesucristo y la misión que le ha sido confiada por el Padre: “Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo”.
Para comprender mejor la importancia de esta experiencia que vivieron los tres discípulos (Pedro, Santiago y Juan), recordemos las palabras de san Pablo en su Carta a los Filipenses: “Aunque era de naturaleza divina, no insistió en ser igual a Dios, sino que hizo a un lado lo que le era propio, y tomando naturaleza de siervo nació como hombre”. El Hijo eterno del Padre se despojó de los atributos de la divinidad para asumir nuestra condición humana.
Durante la vida terrena de Jesús, el tema de su identidad alimentó un debate que fue aumentando hasta que el hecho de la resurrección dio sentido a los acontecimientos anteriores. Para los vecinos de Nazaret, Jesús era el hijo del carpintero; un muchacho como los demás muchachos del pueblo. Cuando inició su vida pública, su forma de hablar y los milagros que realizaba plantearon mil interrogantes: ¿quién es éste?, ¿cómo se explica la profundidad de sus enseñanzas?, ¿de dónde le viene el poder para realizar los prodigios que hemos visto?, ¿será que Elías o Juan Bautista han regresado? Sus seguidores y sus enemigos hacían mil conjeturas.
En este momento de nuestra meditación dominical, conviene recordar que la revelación fue gradual. En el Antiguo Testamento, Yahvé fue manifestando poco a poco su plan de salvación; fue un aprendizaje a través de las experiencias vividas por el pueblo. Igualmente, Jesucristo fue revelando gradualmente el Reino de los Cielos a través de sus parábolas y milagros, hasta el clímax de la Pascua.
En el texto del evangelista Mateo que acabamos de escuchar, se manifiesta la gloria de Dios y se proclama la verdadera identidad de ese profeta que recorría los caminos de Tierra Santa anunciando la Buena Noticia de la salvación. La promesa de un Mesías finalmente se había realizado. Leamos atentamente la crónica de san Mateo, que contiene rasgos de gran significado teológico.
Se trata de una experiencia muy restringida: “Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y a Juan, el hermano de éste, y los hizo subir a solas con Él a un monte elevado”. Estos tres apóstoles tenían una cercanía especial con el Señor y estaban llamados a ejercer un liderazgo dentro del grupo de sus seguidores.
La Transfiguración del Señor tiene lugar en la cumbre de un monte. No es accidental la elección de este lugar. Alcanzar la cima de una montaña y contemplar el horizonte produce en nosotros algo muy especial. Nos sentimos sobrecogidos por el silencio y la inmensidad; en pocas palabras, nos sentimos en comunión con el infinito. Esta experiencia antropológica ha sido interpretada por las diversas religiones, que han erigido sus santuarios en las montañas.
En la cumbre de un monte, Yahvé entregó las Tablas de la Ley a Moisés; en la cumbre de una montaña, Jesús, el hijo del carpintero, es proclamado como el Hijo amado del Padre; en la cumbre de una montaña, Jesucristo resucitado asciende al cielo como Señor del universo.
El evangelista Mateo nos describe una escenografía muy especial, que recoge los elementos comunes de las teofanías o manifestaciones solemnes de Dios en la historia de la salvación. Leamos el relato que nos hace Mateo: “Su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la nieve. De pronto aparecieron ante ellos Moisés y Elías, conversando con Jesús […] Una nube luminosa los cubrió y de ella salió una voz que decía: Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo”. Jesucristo, el Hijo eterno de Dios encarnado, aparece en la plenitud de su gloria, de la cual se había despojado para asumir nuestra condición humana. Por eso los tres testigos caen en tierra, aterrados ante la manifestación de la gloria de Dios.
¿Cuál es el significado de la presencia de Moisés y Elías en la cumbre del monte, junto a Jesús? Estos dos personajes del Antiguo Testamento son los máximos representantes de la Ley y los Profetas, que fueron las dos columnas de la promesa hecha por Yahvé a Abrahán y sus descendientes. Su presencia significa que Jesucristo es el punto de llegada de ese primer capítulo de la historia de la salvación. Él es la realización de la promesa y con Él comienza a escribirse un nuevo capítulo. El Reino ya no es una promesa sino una realidad. Es como una nueva creación.
En medio de este solemne escenario, llama la atención la propuesta de Pedro: “Señor, ¡qué bueno sería quedarnos aquí! Si quieres haremos aquí tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. La ingenuidad de Pedro nos hace sonreír, pues quiere prolongar en el tiempo esta experiencia única; los seres humanos quisiéramos prolongar los momentos de felicidad, que sabemos fugaces, antes de regresar a la rutina diaria. Al escuchar la propuesta de Pedro, Jesús los vuelve a conectar con la realidad: “Levántense y no teman”. La vida debe continuar. Pero después de lo que han vivido, los puntos de referencia son diferentes.
¿Por qué Jesús les exige silencio sobre lo que han visto y oído? “No le cuenten a nadie lo que han visto, hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos”. La experiencia vivida en la cumbre del monte sobrepasa la capacidad de comprensión de los apóstoles. Expresiones tales como “Éste es mi Hijo muy amado” y “hasta que haya resucitado de entre los muertos” no son asimilables en este momento de su formación. Estas expresiones, que los confunden, tendrán pleno sentido después de la experiencia de la Pascua.
Que esta fiesta de la Transfiguración del Señor sea un paso más en el conocimiento de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.
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