Columna de Francisco de Roux S.J. en El Tiempo.
El martes, en Mesetas, con monseñor Luis Augusto Castro, cerramos el contenedor repleto de ametralladoras, lanzadores de granadas, pistolas, fusiles y trípodes. Armas letales, de impresionante calidad, cada una identificada con un código de barras por la ONU. Al lado estaba el otro contenedor cargado de municiones y granadas. Nos acompañó también, igual como testigo, Marcela Amaya, gobernadora del Meta.
Sentí tranquilidad en ese momento, mientras pensaba en tantas personas que lucharon para que esto fuera posible. Y sentí al mismo tiempo el dolor ante la incredulidad de la mayoría de los colombianos. Hace pocas semanas, el 86 por ciento de los encuestados creían que las Farc no entregarían las armas.
Al cerrar la puerta de hierro, recordé cuando, en un restaurante en Bogotá, detrás de mi asiento, un grupo planeaba cómo desbaratarme ante la opinión pública. Me di la vuelta para saludarlos. Era una conocida política rodeada de su cuerpo de tuiteros y comentaristas. Comprendí que además del dolor y la rabia, había una estrategia eficaz y sin escrúpulos para destruir la confianza en los que apoyábamos la paz. Ese grupo y otros lucharán para convencer, por las redes, de que la entrega de armas de la que éramos testigos fue una mentira, y la mayoría les creerá.
Estos sentimientos me llenaban cuando dejamos los contenedores para volver al sitio de los discursos. Dos hechos me conmovieron: miles de mariposas amarillas inundaron de pronto el escenario, traídas por mujeres que cambiaron los fusiles por la vibración desarmada de las mariposas. Y los aplausos que reventaron por el bebé en los brazos que antes portaron una ametralladora. El papá del pequeño recibió la carta compromiso que da fe de que ha dejado el arma para siempre y la cédula que lo identifica como ciudadano legal.
Al ser testigo de la aceptación de esa cédula, recordé las veces que enrostramos a la guerrilla y a los paramilitares en el Magdalena Medio. Nosotros les sacábamos la cédula para decirles: “Ustedes tienen poder sobre nosotros porque tienen fusiles, pero no tienen autoridad porque son ilegales, y los ciudadanos solo aceptamos autoridad en las instituciones legítimas”. Ahora ellas y ellos son como nosotros, legales.
Antes de la ceremonia, metido entre las carpas enlodadas por el invierno, pues no han terminado las construcciones, percibí los sentimientos de lo que fue ‘la guerrillerada’. La ilusión que tienen de llevarle al país sueños políticos y un mensaje de reconciliación. La incertidumbre porque ponían la vida y la seguridad en el fusil que entregaron, y con el que también hicieron barbaridades. La constatación de que la esperanza ha sido destruida. Saben del apetito de venganza, alimentado por la invitación a negarles toda fe, que se cierne sobre sus líderes. Y sin embargo ponen sus vidas en manos de los colombianos.
Los discursos fueron claros, constructivos, sin triunfalismos, ni referencias ni señalamientos a los opositores. Jean Arnault mostró el rigor de la tarea de la ONU y el ejemplo de este logro colombiano para el mundo. ‘Timochenko’ dijo que han cumplido, pidió al Gobierno que cumpla y que nadie en adelante sea asesinado por sus ideas políticas; declaró que los proyectos empresariales agrícolas son respetados, pero que no pueden arrasar con la economía campesina, y dejó claro que solo lucharán con la palabra porque terminó la guerra.
Y Juan Manuel Santos llamó a la unidad de la nación, saludó la paz, dijo que no compartía el modelo económico y político de los que fueron sus enemigos, pero que daba todo para que pudieran defender sus ideas en democracia. Y trajo a cuento lo que seguramente conversó con Nelson Mandela, en Sudáfrica, hace 21 años: que solamente para poder darle a Colombia este día valía la pena llegar a ser Presidente de Colombia.
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