Autor: P. Julio Jiménez, S.J.
Promotor de la Espiritualidad Ignaciana
CIRE-CALI
La muerte y resurrección de Jesús liberó la fuerza espiritual más grande que existe en el cosmos, el amor. No un amor apocalíptico y ruidoso, milagrero y asustadizo, alienante y mágico, sino aquel AMOR sutil y comprensivo, silencioso y tierno, respetuoso y fuerte, capaz de transformar, no sólo el corazón humano, sino de generar un nuevo orden social basado en la justicia.
Ese AMOR sólo lo captan aquellas personas humildes que tienen el corazón abierto y están dispuestas a experimentar los efectos de la resurrección con el fin de colaborar a Dios en su misión, la instauración de su reinado que cuestiona falsos amores, apegos, adicciones, superficialidades e injusticias; interroga aparentes seguridades que surgen de los desequilibrios psicológicos.
El procurador Poncio Pilato, cuando lo mostró al pueblo, después de torturarlo, hizo una afirmación profética, “ECCE HOMO”, es decir, “¡HE AQUÍ AL HOMBRE!”. Efectivamente, Él es ser humano por excelencia, la persona que pudo desarrollar a plenitud su AMOR fuente del verdadero y único AMOR origen de otros amores.
Sus primeros seguidores experimentaron lentamente una transformación interior; comprendieron que Él es el Señor de la historia porque con su amor venció el egoísmo inherente a todo ser humano; Descubrieron que es el Mesías-Salvador prometido y esperado; el Ungido de Dios, modelo, cima a la cual todo ser humano aspira por estar diseñado para ser feliz en el verdadero AMOR.
¿Qué hizo Jesús para llegar a tan alto nivel que trascendió el espacio y el tiempo? ¿Por qué es capaz de atraer, después de 21 siglos de existencia, a millones de personas capaces de seguirlo? ¿A qué se debe que todavía lo atacan, lo calumnian y le inventan historias de fantasía que confunden a unos cuantos incautos?
La respuesta es una sola, experimentó el amor de su Padre, se dejó llevar de él y comprendió perfectamente lo que quería. Por ello, Dios Padre lo resucitó y lo proclamó como el Primogénito de toda la creación.
Con razón San Pablo afirmó, “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe… comamos y bebamos que mañana moriremos” (1 Cors 15, 17) y San Ignacio termina una de sus más bellas oraciones diciendo: “… Dadme tu AMOR y tu gracia, que esta me basta”.
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