La inquietante pregunta sobre la muerte

 Autor: Jorge Humberto Peláez S.J.

 

Lecturas:

  • II Libro de los Macabeos 7, 1-2. 9-14
  • II Carta de san Pablo a los Tesalonicenses 2, 16—3,5
  • Lucas 20, 27-38

La temática de la muerte siempre ha estado presente en la historia de la humanidad. Los antropólogos han hallado evidencias del culto a los muertos en los asentamientos humanos de los tiempos más remotos. La última morada de los difuntos estaba decorada; junto a su cadáver se depositaban algunos de sus objetos personales y alimento, como si fueran a emprender un largo viaje. Las máximas expresiones de esta cultura funeraria las encontramos en el antiguo Egipto, con sus extraordinarias pirámides y necrópolis. Cuando un nuevo Faraón ascendía al trono, inmediatamente empezaban los trabajos de su tumba.

En las generaciones anteriores a nosotros, la muerte se veía como algo natural, en cuanto conclusión del ciclo vital. Pero esta familiaridad con el tema de la muerte ha cambiado radicalmente en la sociedad contemporánea con su racionalidad científica. Como consecuencia de esta lucha constante por lograr nuevos avances en el campo científico, la muerte termina siendo percibida como un fracaso.

 

Nuestros mayores hablaban con naturalidad sobre la muerte. Hoy en día es un tema políticamente incorrecto. Los mensajes de la sociedad de consumo ofrecen numerosos productos para prolongar la juventud, hacernos sentir hermosos, con cuerpos trabajados pacientemente en los gimnasios.  En esta cultura de una juventud que pretende perpetuarse, en la que se exalta la belleza de los cuerpos, la muerte no encaja. Su presencia incomoda. De ella procura hablarse lo menos posible.

 

Pues bien, los textos de las lecturas de este domingo nos invitan a hacer un alto en el camino para hablar de este desagradable asunto. La gran pregunta que gravita sobre nosotros en esta celebración eucarística es: ¿qué significa la muerte para el creyente?

 

Leamos atentamente estos textos para iluminar esta realidad que siempre ha estado en la agenda de  los pueblos.

 

En el II Libro de los Macabeos, se nos describe el heroísmo de esta familia constituida por la madre y siete hijos que prefirieron morir antes que traicionar su fe. Uno de ellos le dice al rey Antíoco Epífanes: “Asesino, tú nos arrancas la vida presente, pero el rey del universo nos resucitará a la vida eterna, puesto que morimos por fidelidad a sus leyes”.

 

Es interesante subrayar que la creencia en la resurrección de los muertos no estuvo presente desde el comienzo en el pueblo de Israel. Recordemos que la revelación es histórica. Esto significa que Yahvé fue manifestando poco a poco, de manera gradual y pedagógica, su plan de salvación. Así pues, el pueblo elegido fue madurando en su fe a lo largo de los siglos.  Los grandes líderes espirituales de Israel acompañaron a su comunidad en esta lectura de su historia para descubrir allí, en su devenir, el proyecto de Dios. Así como los rasgos del Mesías fueron afinándose con el paso del tiempo (fueron evolucionando desde una figura mesiánica asociada con el poder y la gloria, hasta llegar al Siervo de Yahvé, que anticipaba la pasión del Señor Jesús), igualmente esta teología de la resurrección de los muertos necesitó un largo tiempo de maduración.

 

El texto del evangelista Lucas nos cuenta que en tiempos de Jesús seguía abierto el debate sobre la resurrección de los muertos. La escena que nos relata Lucas nos describe el diálogo de unos saduceos, que eran judíos opuestos a la idea de la resurrección, quienes plantean a Jesús una pregunta maliciosa; después de describir la muerte sucesiva de los siete maridos, le preguntan: “Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será esposa la mujer, pues los siete estuvieron casados con ella?”

 

Jesús da una inteligente respuesta a la pregunta cargada de veneno que le hacen: “En esta vida, hombres y mujeres se casan, pero en la vida futura, los que sean juzgados dignos de ella y de la resurrección de los muertos, no se casarán ni podrán ya morir, porque serán como los ángeles e hijos de Dios, pues Él los habrá resucitado”.

 

Durante su vida apostólica, Jesús resucitó a varios muertos. El caso más famoso es el de su amigo Lázaro. En estos milagros realizados por Jesús, los muertos regresaban al mundo de los vivos, junto a los suyos, para morir más tarde. Ahora bien, cuando Jesús afirma la resurrección de los muertos en su debate con los saduceos, se refiere a una resurrección diferente que trasciende el espacio y el tiempo.

 

Este anuncio sobre la resurrección será comprendido plenamente a la luz del misterio pascual. Jesús murió en la cruz, fue sepultado y al tercer día el Padre lo resucitó de entre los muertos. La resurrección de Jesús fue totalmente diferente de la resurrección de Lázaro; al resucitar, Jesucristo no regresó a esta vida espacio-temporal, sino que pasó a una vida totalmente diferente de comunión plena con el Padre. Nuestro lenguaje humano es torpe y limitado para expresar esta nueva realidad del Resucitado.

 

Jesucristo resucitado es la garantía de nuestra resurrección. Él ha triunfado sobre la muerte. Ya no hay lugar para la tristeza y la incertidumbre. La muerte no es destrucción sino tránsito hacia la plenitud del amor. Esta realidad nueva la expresa el Prefacio de Difuntos: “En Él brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección; y así, aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”.

 

La certeza que nos ofrece la resurrección de Cristo nos debería ayudar a superar el tabú de la muerte, que nos impide hablar de esta realidad. Cambia radicalmente la perspectiva. Ya no se trata de un fracaso con el que se cierra la peregrinación humana, sino la llegada gozosa a la casa de Padre amoroso.

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