Autor: Jorge Humberto Peláez S.J.
Lecturas:
- Libro del Eclesiástico 35, 12-14. 16-18
- II Carta de san Pablo a Timoteo 4, 6-8. 16-18
- Lucas 18, 9-14
En muchos países, los ciudadanos somos escépticos sobre la aplicación de la justicia. Numerosos factores conspiran contra el adecuado funcionamiento de esta rama de los Podres Públicos.
¿Cuáles son los factores que más incidencia tienen en su defectuoso funcionamiento?
- Las presiones políticas de individuos y de grupos poderosos dificultan el adecuado funcionamiento de los tribunales. Ejercen influencia para que las sentencias favorezcan sus intereses.
- Con frecuencia, la insistencia de estos actores está acompañada de ofertas económicas para dictar sentencia en determinada dirección. Más aún, se ha generalizado la práctica perversa de contabilizar estos dineros corruptos como un gasto más dentro de los costos de la operación. Existe la convicción de que todo se puede comprar si hace la oferta interesante.
- Cuando las presiones políticas y las ofertas de dinero no son suficientes para comprar las sentencias de los jueces, se acude a las amenazas, dirigidas contra el funcionario y sus familiares. La debilidad del Estado hace muy difícil garantizar la seguridad de los jueces y magistrados que están al frente de los casos más delicados.
- Otro factor que afecta la adecuada aplicación de la justicia es la discriminación social, que establece dos grandes categorías en la sociedad: los ciudadanos importantes, que tienen la capacidad de hacerse oír, por el poder que detentan y por sus influencias, y los ciudadanos comunes que no tienen voz y son ignorados.
Ante esta crisis generalizada de la justicia, ¿qué nos dice el libro del Eclesiástico? Pone de manifiesto que la justicia de Dios se diferencia radicalmente de la justicia humana: “El Señor es un juez que no se deja impresionar por apariencias. No menosprecia a nadie por ser pobre y escucha las súplicas del oprimido. No desoye los gritos angustiosos del huérfano ni las quejas insistentes de la viuda”. Las diferencias sociales, que son tan importantes a los ojos de los hombres, desaparecen ante Dios.
Delante de Dios quedan en evidencia lo bueno, lo malo y lo feo de nuestras vidas. Conoce nuestras acciones y omisiones, lee en lo más profundo del corazón las motivaciones que nos impulsan a actuar. Los seres humanos tenemos una gran capacidad para justificar nuestros comportamientos, y somos ágiles para encontrar atenuantes y disculpas. Pero para Dios todo este cúmulo de mentiras o de verdades a medias se cae como un castillo de naipes. Es imposible aparentar o mentir.
Este potente mensaje sobre la justicia de Dios es reforzado por la parábola del fariseo y el publicano. La oración que cada uno dirige a Dios permite explorar la intimidad de dos personalidades opuestas, que hacen evaluaciones completamente diferentes de sus modos de actuar, y de relacionarse con Dios y con las demás personas.
El fariseo se siente perfecto. No tiene nada de que arrepentirse. Si algo ha fallado en su vida, ha sido responsabilidad de los otros. Su Yo narcisista lo lleva a una confesión demencial: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano”. Esta oración muestra una personalidad carente de autocrítica, que siente un profundo desprecio hacia los demás, a quienes considera inferiores.
Infortunadamente, estos personajes abundan. Han construido una visión maniquea de la sociedad, en la cual hay dos grandes grupos humanos, los buenos y los malos; buenos son aquellos que comparten mi visión de la realidad y mis preferencias; malos son los otros, los que tienen una visión diferente de la vida y actúan en consecuencia.
Si aplicamos esta visión maniquea a la vida de la de la Iglesia, buenos serían aquellos que comparten mi visión sobre la Iglesia; malos aquellos que se apartan de mi verdad. Esta clasificación genera exclusiones y, en lugar de atraer, aleja de la vida eclesial.
El Papa Francisco, con su teología de la Misericordia, ha rechazado la actitud de algunos pastores que, con su intransigencia, levantan muros, cierran puertas y establecen aduanas.
Esta oración del fariseo constituye un total desenfoque teológico pues él no entiende que la justificación es un don de Dios, sino que la considera como algo que se ha ganado con las acciones que ha realizado: “Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias”.
Por el contrario, el publicano sí había entendido que la justificación es un don y no un premio que podamos exigir. Su actitud muestra una total docilidad y apertura a la acción de Dios: “El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho diciendo: Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador”.
No podremos ser salvados si no reconocemos nuestra condición de pecadores. Aquí radica la diferencia insalvable entre la teología de los fariseos y el anuncio de Jesús. Los fariseos creían que la salvación era un resultado exigible si cumplían los preceptos de la ley. En una visión diferente, el Nuevo Testamento nos enseña que la salvación nos viene de Jesucristo, que es el camino, la verdad y la vida.
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