Vacilaciones de la fe

 Autor: Jorge Humberto Peláez S.J.

 

Lecturas:

  • Profeta Habacuc 1, 2-3; 2, 2-4
  • II Carta de san Pablo a Timoteo 1, 6-8. 13-14
  • Lucas 17, 5-10

Colombia es un país que goza de una gran variedad de paisajes. Desiertos, cumbres nevadas, zonas con la mayor precipitación pluvial. Todos los climas. Dos mares y tres cordilleras. Podemos comparar el camino de la vida con un recorrido por nuestro país, ya que en nuestro devenir encontramos todo tipo de situaciones, unas amables y otras difíciles. A través de estas luchas se va templando nuestro carácter y aprendemos a solucionar problemas. 

 

Algo semejante sucede con el camino de la fe, el cual empezamos a recorrer a partir de nuestro bautismo y que terminaremos cuando lleguemos a la Casa de nuestro Padre común. Hay periodos en los cuales vivimos de manera serena nuestra relación con Dios. Pero hay otros momentos de la vida en los que pareciera que Dios se ha ausentado;  nos sentimos terriblemente solos y con la fragilidad de un barco de papel en medio del oleaje. Esto sucede cuando nos sentimos amenazados, y nos agobia aceptar  la precariedad de nuestra existencia  por causa de las enfermedades, las crisis económicas, los conflictos familiares, etc.

 

Cuando pensamos en la tragedia vivida por millones de víctimas  de los conflictos armados, que han perdido todo, intentamos leer en lo profundo de sus corazones. ¿Qué estarán sintiendo?  Han sido olvidados por el Estado y por  la sociedad. En este contexto de pérdida total es frecuente que surja la pregunta ¿dónde estaba Dios cuando me sucedió todo esto? ¿Por qué me pasó esto a mí? ¿Qué castigo he merecido?

 

Estos son los sentimientos que expresa el profeta Habacuc en la primera lectura que acabamos de escuchar.  El profeta pone de manifiesto una profunda crisis: “¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio, sin que me escuches, y denunciaré a gritos la violencia que reina, sin que vengas a salvarme? ¿Por qué me dejas ver la injusticia y te quedas mirando la opresión?”.

 

Estas palabras del profeta Habacuc no deben escandalizarnos pues las vacilaciones en la fe hacen parte de la condición humana. Si recorremos nuestra historia personal, identificaremos periodos en los cuales nos hemos sentido en medio de una espesa niebla y hemos perdido los puntos de referencia.

 

¿Qué podremos decir sobre estas situaciones? ¿Cómo salir de estas crisis?  Para encontrar respuesta, vayamos a la segunda lectura. Allí el apóstol Pablo, en su II Carta a Timoteo, nos ofrece unas pistas interesantes. Pablo le dice a Timoteo: “Querido hermano: te recomiendo que reavives el don de Dios que recibiste cuando te impuse las manos”. La fuerza de este texto está en el verbo reavivar.

 

Usamos el verbo reavivar cuando vemos que una hoguera  se está apagando y debe ser alimentada con leña o carbón. Hablamos de reavivar cuando tenemos frente a nosotros un proyecto importante que, por alguna razón, ha perdido su impulso original y está a punto de fracasar.

 

En el contexto de la vida espiritual  y meditando sobre el don de la fe, es muy pertinente el verbo que utiliza Pablo  en su exhortación a Timoteo: “Te recomiendo que reavives el don que recibiste cuando te impuse las manos”. Con frecuencia, nuestra relación con Dios va perdiendo intensidad, como una hoguera que se extingue, pues aparecen otros intereses que se apoderan de nuestro corazón. Dios queda olvidado en algún rincón, y solo nos acordamos de Él cuando nuestras  seguridades materiales se derrumban.

 

¿Cómo reavivar el don de la fe que recibimos en el bautismo? A través de la lectura meditada de la Biblia, la participación eucarística, la oración sencilla mediante la cual nos ponemos en las manos de Dios (“Hágase tu voluntad”) y el servicio a los hermanos.

 

Las palabras angustiadas del profeta, que  se siente abandonado de la mano de Dios, es expresión de una profunda crisis de confianza en Él. Por eso Habacuc y  todos nosotros, necesitamos reavivar nuestra fe, necesitamos que nuestra confianza vacilante se fortalezca.

 

En el texto del evangelio de Lucas que nos propone la liturgia de este domingo, encontramos una petición que los apóstoles le hacen al Señor y que está en total sintonía con lo que venimos reflexionando: “Auméntanos la fe”. Nos sorprende esta petición de los apóstoles pues ellos compartían la vida con el Señor, escuchaban todos los días sus enseñanzas, eran testigos  de sus milagros, percibían su poderosa vida interior que se nutría de su intimidad con el Padre. Si ellos, que estaban en las condiciones ideales para el crecimiento interior, exclaman “¡Auméntanos la fe!”, ¿qué podremos decir nosotros, que caminamos entre sombras?

 

¿Cómo responde el Señor a esta petición de sus discípulos? “Si tuvieran fe, aunque fuera tan pequeña como una semilla de mostaza, podrían decir a ese árbol frondoso: Arráncate de raíz y plántate en el mar, y  los obedecería”. Ciertamente, tenemos que reconocer que tenemos una fe inmadura, vacilante. Nuestra confianza, en parte está puesta en el Señor, y en parte está puesta en nosotros mismos y en los recursos materiales.

 

Nos queda un largo camino por recorrer. Como la fe es un don, pidámosle al Señor la gracia de ir avanzando en su conocimiento. Pidamos que, poco a poco, vayamos leyendo el mundo a través de sus ojos, que los valores del Reino vayan reemplazando nuestros cálculos interesados, que nuestra agenda vaya despareciendo y solo busquemos la mayor gloria de Dios.

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