Si la Espiritualidad Ignaciana nos ha "encarretado", que bueno dedicarle unos minutos para recordar lo elemental y así reafirmar aquello que le da sentido a nuestro diario vivir.
En mi archivo encontré este artículo "bueno-bonito y cortico" dadas tus ocupaciones.
El autor, Carles Marcet S.J., es divulgador de nuestra espiritualidad en comunidades populares y de ahí su sencillez y profundidad. He tomado solo el capítulo No. 2, pero si quieres más, pues... más..., todo depende. (Al final del artículo encontrarás el link para descargar el documento completo)
Feliz fiesta Ignaciana.
P. Julio Jiménez, S.J.
Promotor de la Espirtualidad Ignaciana
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El itinerario vital de Ignacio de Loyola, a juzgar por lo que él mismo nos explica en su autobiografía, transcurre desde un hombre «dado a las vanidades del mundo» [Aut. 1],1 hasta llegar a ser un hombre «siempre creciendo en facilidad de hallar a Dios» [Aut. 99].
1. Un hombre dedicado a las vanidades del mundo
Educado en su adolescencia y juventud en ambientes cortesanos, primero al servicio del contador mayor del reino de Castilla, Juan Velázquez de Cuéllar, muy próximo a la familia real, y luego al servicio del Duque de Nájera y virrey de Navarra, Ignacio se impregnará de los valores que marcan la pauta de una vida cortesana y caballeresca. Valores escuetamente expresados en esas palabras de «vanidades del mundo» y que encierran un abierto deseo de alcanzar el mayor éxito y de luchar para autoafirmarse lo más encumbrado posible. Un personaje, pues, que vive curvado sobre sí mismo, buscando, por encima
de todo, «valer más», «ser más estimado», «ser más valorado y tenido en cuenta».
Este vivir de Ignacio para «autoafirmarse» queda bien plasmado en su empeño por defender a muerte, al servicio de los Reyes Católicos y frente las acometidas del ejército francés, la fortaleza de Pamplona, contra el parecer de todos. Precisamente en esa batalla una bala de cañón dejará maltrechas sus piernas y le obligará a un largo y solitario reposo en su casa natal de Loyola. Allí, entre soledad, aburrimiento, introspección, imaginación y lecturas de vidas de santos y de la vida de Jesús –pues no había en la casa los libros de hazañas de caballeros con los que él tanto se deleitaba– empezará a abrirse en su interior un insospechado rumbo vital. La auscultación de los movimientos que se van sucediendo, con alternancia y disparidad en su interior, le van moviendo a considerar una nueva posibilidad y a inclinarse por ella: ser caballero pero puesto al servicio de Jesucristo –como los santos– que es el mayor y único Señor a quién verdaderamente vale la pena servir. Con este fuerte deseo y con la intención de peregrinar a Tierra Santa, parte de Loyola ya restablecido de sus heridas
2. La experiencia fundante de Manresa
No estaba previsto en su programa pero tuvo que detenerse casi por un año en Manresa. Será una interrupción providencial. Visto en perspectiva, ya al final de su vida, cuando narra su autobiografía, Ignacio reconocerá que en Manresa «le trataba Dios de la misma manera que trata un maestro de escuela a un niño, enseñándole» [Aut. 27]. De hecho en Manresa, después de un tiempo tranquilo en el que Ignacio buscaba servir a su nuevo Señor a imitación de los santos, con un estilo de vida austero, penitente y alejado del mundo, experimentará un largo tiempo de sequedad y desolación en su proyecto vital, cosa que hasta entonces no había notado. El problema –del cual, poco a poco irá cobrando conciencia– era que aunque había decidido servir a un nuevo Señor, su patrón de funcionamiento interno seguía siendo el antiguo: sigue siendo el caballero que busca hacer grandes hazañas en servicio de su Señor para más señalarse. Sigue moviéndole la curvatura sobre sí mismo; el afán de conquista y de ganar méritos ante su Señor. Cierto que hay un impulso generoso en él, pero aún muy ciego y autocentrado.
En esta tesitura el Señor le irá enseñando una lección fundamental que también él reconoce, con la perspectiva que dan los años, en su relato autobiográfico, donde dice que «en todo el discurso de su vida, hasta pasados sesenta y dos años, coligiendo cuantas ayudas haya tenido de Dios, y todas cuantas cosas ha sabido, aunque las ayunte todas en uno, no le parece haber alcanzado tanto, cuanto de aquella vez sola» [Aut. 30]. Hace aquí referencia a la experiencia honda que tuvo en Manresa conocida como «ilustración del Cardoner». La experiencia se había ido preparando entre los nubarrones de la desolación hasta que se le abrió nueva luz, «fue ilustrado». Fundamentalmente esta ilustración, que sigue a cuatro largos meses de desolación, fue darse cuenta internamente de que a su Señor no hace falta conquistarlo –con obras, méritos, penitencias…– porque ya está a nuestro favor. De entrada lo que nos pide no es que hagamos sino que nos dejemos hacer por Él. Lo primero que busca no son nuestras acciones meritorias sino nuestra persona entregada a su amor. Porque Él no es un «amo» sino que es «el Amor». Así, en el itinerario espiritual lo primero no es el amor que nosotros ponemos sino el amor de Dios que se nos anticipa: Él nos amó primero. Percibir esto existencialmente es una ilustración porque desde ahí las cosas de siempre y todas ellas, se ven de una manera nueva y orgánica.
Todo tiene, pues, como punto de partida, la gracia, el amor y la misericordia de Dios que se nos da anticipadamente. No es por lo tanto extraño que cuando Ignacio propone a otros a vivir su experiencia de Dios mediante los Ejercicios, las primeras palabras que aparecen en los mismos son «el hombre es creado». La creación toda, todo ser humano y toda vida son la anticipación del amor de Dios. Dios nos precede con su amor. Lo nuestro es acogerlo, seguirlo y perseguirlo.
Esta experiencia manresana marcará fuertemente el peregrinaje de Ignacio que, en el fondo, será un ir profundizándola. Ignacio sale de Manresa no sólo con una nueva experiencia personal de Dios sino también con una nueva experiencia personal del mundo, de la realidad. Aquél mundo que rehuía, encerrado en su cueva de penitente, ahora también se le ilumina como lugar donde Dios le ama, le busca, le espera. Se produce en Ignacio una «conversión al mundo». Un mundo que en sus ambigüedades, luces y sombras, descubre como querido y amado por Dios, cuya voluntad es redimirlo. Un mundo abatido y desolado pero que, precisamente por ello, nos está invitando a ubicarnos en él siendo portadores de consuelo, de misericordia. En otras palabras: se trata de servir al Dios de la Vida en las criaturas que tanto ama. Ésta es la manera que Ignacio encuentra para responder al «acto primero», al «Amor que nos precede»: agradeciéndole, alabándole y sirviéndole en el mundo.
Por eso veremos cómo a partir de este momento de su peregrinaje, Ignacio ira buscando maneras para alabar y servir a Dios, para corresponder agradecidamente al amor recibido. Así le veremos en Tierra Santa y, al no poderse quedar allí, en Barcelona, Alcalá, Salamanca estudiando, pues todo su deseo era dar a conocer lo que había experimentado a otros y para eso necesitaba estudiar. Luego en París empezando a aglutinar a un primer grupo de compañeros y también fortaleciendo sus estudios, etc. Por eso también en los Ejercicios, después de aquellas primeras palabras («el hombre es creado») Ignacio prosigue: «para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor». Para quien se ha descubierto bañado por el amor misericordioso de Dios es como espontánea la reacción de agradecérselo. Y la mejor manera que los humanos tenemos para agradecer «tanto bien recibido» es ponerlo al servicio (retornarlo) de quien nos lo regaló.
3. «En todo amar y servir»
Ese agradecimiento y servicio Ignacio quiere y desea ponerlo «en todo» y no «en parte». Es decir, «del todo» («enteramente») y «en todo»; en todas las cosas. Conocido es el lema ignaciano «en todo amar y servir». Y todo es todo. Así veremos en su itinerario al peregrino alabando y sirviendo por amor a Dios en múltiples lugares y situaciones. Por ejemplo estando en prisión en Salamanca por orden de la Inquisición. Él mismo dice: «Pues yo os digo que no hay tantos grillos ni cadenas en Salamanca, que yo no deseo más por amor de Dios» [Aut. 69]. Y así le veremos en los estudios, sirviendo y viviendo en hospitales, o por los caminos solo y a pie, o aglutinando a una comunidad de compañeros, u ofreciendo la experiencia de los Ejercicios, o enseñando el catecismo a niños, o proponiendo en su tierra a las autoridades nuevas ordenanzas que ayuden a las gentes a una vida más recta y menos viciosa, o visitando a los familiares de sus compañeros en España. Y ya en Roma, habiendo sido fundada la Compañía y elegido él como Superior General, atendiendo a la correspondencia de compañeros que empezaban a dispersarse por el mundo entero, o fundando la Casa de Santa Marta para atender a las prostitutas de la ciudad y a una cofradía que tome cargo de la fundación, o creando un centro de catecumenado para atención y acogida de judíos conversos, o formando a los novicios que ingresaban en la Congregación, o… ¡En todo amar y servir!
4. La «realidad» como «medio divino»
Eso también lo quiere dejar claro en la propuesta de los Ejercicios de buen principio. Una vez asentado que «el hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios» se pregunta por todas las otras cosas indicando que «son creadas para el hombre, para que le ayuden en la prosecución del fin para el que es creado» [EE 23]. Ese «todo» –que podríamos llamar simplemente «la realidad»: la salud y la enfermedad, la riqueza y la pobreza, el éxito y el fracaso, las relaciones humanas, las instituciones, la familia, la comunidad, el dinero, el tiempo libre, etc– ambiguo en su pluriformidad, viene a ser «medio divino», lugar, manera, espacio y ámbito donde vivir la relación amorosa, agradecida y servicial con Aquél que se nos ha anticipado amándonos. Así, el peregrino nos invita a peregrinar por esta realidad con una disposición fundamental de libertad: amándolo todo –pues todo puede ser medio divino, ocasión de encuentro amoroso con Dios– sin quedar poseído por nada –pues nada de la realidad es Dios–, buscando, «deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos creados» [EE 23].
Por eso la espiritualidad del peregrino, la espiritualidad ignaciana, permite e integra una pluralidad de tareas y trabajos concretos y diversos –en hospitales y en colegios, en sindicatos y en comunidades cristianas, como catequista o como arquitecto, en un barrio o en un pueblo, en tareas sociales, políticas, educativas o explícitamente religiosas, etc.– Lo único esencial es que en todo ello lo que se pretende y busca es amar y servir a Dios y ayudar al prójimo. De una manera rotunda lo escribía ya hace unos años Karl Rahner en un preciso librito en el cual habla por boca de San Ignacio: «Deberíais examinar constantemente si toda vuestra actividad sirve a este fin. Y si es así, entonces puede perfectamente uno de vosotros ser biólogo y dedicarse a investigar la vida anímica de las cucarachas»
5. Al estilo de Jesús
No quería el peregrino amar y servir en todo de cualquier manera. Buscaba un modo y estilo concreto que era el de Jesús. Esta especie de pasión por Jesús que tan intensamente vivía ya se había empezado a despertar en los meses de convalecencia en Loyola, donde le dieron a leer una Vida de Cristo dado que no había en la casa libros de caballería de los que tanto gustaba. Así empezó a albergar la idea de peregrinar a Jerusalén, la tierra de Jesús, su nuevo Señor. De manera muy afectiva expresa en su relato autobiográfico su estancia en Jerusalén y la imposibilidad de quedarse allí que era lo que él deseaba. Los mismos monjes de Montserrat, que le habían conocido algunos años antes, ya decían de él que «este peregrino es loco por nuestro Señor Jesucristo». Y más adelante, reunidos ya el grupo de los compañeros de París en Venecia, al preguntarse por su nombre e identidad de grupo, no encontraron mejor nombre que el de «compañeros de Jesús», pues Él era su única cabeza, el que los había aglutinado en comunidad y el que inspiraba su estilo y modo de proceder.
Este amor apasionado del peregrino por Jesús, se verá confirmado yendo de camino a Roma, en otra experiencia espiritual intensa, en la capilla de la Storta. En su autobiografía Ignacio nos cuenta que allí «vio claramente cómo Dios Padre le ponía con Cristo, su Hijo» [Aut. 96]. Si en Manresa había experimentado la invitación de Dios a buscarle, amarle y servir le en todas las cosas, ahora, cerca de Roma, experimenta un estilo concreto de buscar, amar y servir; el estilo de Jesús; con Él y como Él, acompañándole en su misión, cargando con la cruz, de acercar la humanidad a Dios.
Naturalmente esta pasión por Jesús, en el doble sentido de la palabra –apasionamiento y solidaridad con sus penas, fatigas y sufrimientos– está nuclearmente presente en la experiencia mistagógica de los Ejercicios propuestos por Ignacio, donde se invita al ejercitante a acompañar los misterios de la vida, muerte y resurrección de Jesús, ponderando con mucho afecto y reflictiendo, esto es, consintiendo que su vida se refleje en la propia, de modo que sea Cristo mismo quien viva en mí y su vida la que se manifieste en mi cuerpo (2Co 4,10). Por eso se pide también al ejercitante que no cese de demandar, querer y desear «conocimiento interno del Señor que por mí se ha hecho hombre, para que más le ame y le siga» [EE 104].
Agradecer, amar y servir en todo a Aquel que nos ha salido al encuentro amándonos anticipadamente, en seguimiento apasionado y al estilo de Jesús, podría ser una formulación sintética del peregrinaje ignaciano, del sentido de su existir. Es la manera, en palabras suyas, de «salvar el ánima». La meta de este peregrinaje es Dios mismo: la Trinidad, comunidad y comunión de Personas, donde definitivamente el ser humano sana, descansa y queda plenificado después de su peregrinar. Ignacio busca, ya ahora en todas las cosas y al final de todas ellas, la plena comunión en Dios. Por eso su centro vital está puesto más allá de todo y, a la vez en todo. Por eso su vivir es sacramental: constante persecución de las huellas del Señor –que a veces aparecen donde uno menos se lo espera– amándolas y abrazándolas sin retenerlas ni poseerlas, sino prosiguiendo el camino que señalan hacia la plena y definitiva comunión en Dios, allá donde Dios ya lo será todo en todos (1Co 15,28).
6. «Sentir la voluntad de Dios»
Algo de esto se deja entrever en la fórmula escrita –que no es teórica, sino vivencial– con que Ignacio acababa muchas de sus cartas, y reza así: «ceso rogando a su divina bondad, nos dé la gracia cumplida para que su santísima voluntad sintamos y aquélla enteramente cumplamos». Lo que se anda buscando es «sentir la voluntad de Dios». Primera y fundamentalmente la voluntad de Dios no es que hagamos tal cosa o tal otra, sino lo que Dios quiere, lo que Dios ama. Y lo primero que Dios quiere y ama no son nuestras obras sino nosotros mismos, nuestra persona y nuestro ser todo. Ignacio, pues, pide la gracia para que sintamos vivo el amor de Dios por nosotros y en nosotros. Que sintamos que nos ama, nos busca y nos espera. Que nuestro peregrinaje es caminar hacia la plena comunión con Él y en Él en todas las cosas, saboreando dicha comunión ya ahora hasta su definitividad. Así, «cumplir la voluntad de Dios», en el fondo, no es otra cosa sino dejarse amar por Él y dejarse conducir por Él hacia esa comunión plena que es nuestra meta y destino, «la salvación de nuestra ánima», en palabras de Ignacio. Y eso, una vez más, «en todas las cosas»: en nuestro obrar y en nuestro padecer, en nuestro trabajar y en nuestro descansar, en los momentos de soledad y en los de comunidad, en el pensar y en el sentir, en los éxitos y en los fracasos, en las pasiones dolorosas y en los apasionamientos vibrantes, contemplando y actuando, ejercitando la libertad o la memoria, el entendimiento y la voluntad… Porque todo ello es, en definitiva, don de Dios para que Dios disponga en mí de todo ello y así, Él y yo vayamos estableciendo una relación cada vez más comunional. Para ello, como reza el peregrino al final de los Ejercicios, lo único que basta es el amor y la gracia de Dios [EE 234]. Ojalá internamente la sintamos y enteramente nos dejemos conducir por ella.
Autor: Carles Marcet S.J.
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